31 diciembre 2006

EL PERRO PACO

Extraído de "AMIGOS DEL FORO CULTURAL DE MADRID"
De los innumerables chuchos que han merodeado en todas las épocas por las calles de Madrid, sólo uno que se sepa consiguió escapar de la condición de anónimo, destacando entre sus iguales hasta el punto de hacerse un hueco en la pequeña historia de la capital. Nos referimos naturalmente al perro Paco.
Un atardecer, en pleno centro de Madrid, acertó a cruzarse en el camino de don Gonzalo Saavedra y Cueto, marqués de Bogaraya y grande de España, que acompañado de su círculo de amigos se dirigía a cenar al cercano café de Fornos. El marqués, que pocos años más tarde sería alcalde de Madrid, era un juerguista de saneada fortuna, siempre dispuesto a disfrutar de un rato de diversión, y como casualmente era cuatro de octubre, festividad de San Francisco, decidió invitar a su mesa al todavía innominado can, como estaba seguro de que hubiera hecho el santo de Asís de encontrarse en su lugar.
Una vez que los invitados hubieron saciado cumplidamente su apetito gracias a la proverbial generosidad del marqués, comenzó éste una extravagante ceremonia durante la cual, a modo de rito iniciático, mojó la cabeza del chucho con champagne, y en medio de un recitado de latines macarrónicos le impuso el nombre de Paco en honor del santo patrón del día y protector de los animales. El neófito, al parecer consciente de la trascendencia del momento, se sometió al ritual sin un respingo, calibrando sin duda en su justo valor aquellas nuevas amistades que tan opíparamente comían.
Aquella ocurrencia del marqués fue muy comentada por todo Madrid y pronto otros quisieron imitarle, de forma que se puso de moda invitar a Paco allá donde se le encontrase, y se tomó como signo de distinción hacerse acompañar por él de acá para allá, lo que acabó proporcionando a Paco una existencia regalada, radicalmente opuesta de lo que entendemos como una 'vida perra'.
Ningún lugar donde se reuniera la sociedad madrileña estaba vedado a Paco y se le podía encontrar hasta en los estrenos del emblemático teatro Apolo, que abría sus puertas en la calle de Alcalá junto a la iglesia de San José, si bien prefería los espacios al aire libre, como la plaza de toros o los Jardines del Buen Retiro.
Pero la gran afición que el perro Paco compartía con los madrileños eran los toros. Los días de corrida se le podía ver, como un aficionado más, subir calle Alcalá arriba hasta el coso de la Fuente del Berro, entre las calles de Goya y Jorge Juan, en un emplazamiento realmente alejado del centro para las costumbres de la época.
Esta fama acabó llegando hasta Palacio y existe constancia de que la familia real pidió al marqués de Bogaraya que se ocupase del protocolo necesario para las presentaciones. El marqués, que había trabajado junto al duque de Sexto por la restauración borbónica, era hombre de la absoluta confianza del rey, y cumplió el encargo real montando el ceremonial que la ocasión exigía para la mayor brillantez de la recepción.
Se daba el caso de que en la plaza de toros, Paco había tomado por costumbre intervenir cuando el público abroncaba a toros o toreros, hasta el punto de que a veces, cuando los pitos arreciaban, saltaba a la arena y se ponía a ladrar gallardamente junto al hocico del toro. Esto, que provocaba aplausos e hilaridad entre una parte del público, desagradaba a otros entre los que se encontraba el acreditado periodista Mariano de Cavia, que bajo el seudónimo de Sobaquillo escribía la crónica taurina de El Liberal, y mostró en más de una ocasión su total rechazo por la irrupción en el albero del perro estrella.
Finalmente, Paco vino a pagar cara esta costumbre una tarde en junio de 1882, cuando en el punto álgido de una pita de las que hacen época, saltó el callejón como solía y se fue ladrando derecho al morlaco. Al arrancarse el toro de improviso, se dice que tropezaron torero y perro, pero sea como fuere, el caso es que Paco salió del lance herido de una estocada en todo lo alto.
Alguien se ocupó de recoger al herido y lo llevó hasta una taberna de la calle de Alcalá donde se ofrecieron a cuidarlo, y hasta donde acudieron de vez en cuando algunos periodistas que dieron noticia del estado de salud del can como si se tratase de un ciudadano destacado. Finalmente Paco, tras algunos altibajos en su estado de salud, acabó muriendo. Siguiendo indicaciones de Felipe Ducazcal, fue enterrada en los Jardines del Buen Retiro, y hasta hubo una iniciativa para levantarle un monumento por suscripción popular que finalmente no cuajó.
Posteriormente, siendo alcalde de Madrid José Luis Martínez-Almeida, se erigió el monumento que vemos en esta imagen: 


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