06 octubre 2010

LA MENDIGA QUE LLEGÓ A HARVARD

La casilla de salida era el mismo infierno. Y sin embargo, Liz Murray consiguió ganarle el juego a la vida con las peores cartas posibles. Su camino fue una infinita cuesta arriba desde el minuto cero. Liz nació sin padres, y desde muy pronto tuvo que encargarse de los dos niños grandes que la habían concebido. Hippies a los que se les fue la mano con la droga en los años 70 y que al comienzo de la década siguiente, que marcaría el inicio del calendario de su hija, eran adictos terminales.
Capaces de robarle el dinero de su cumpleaños e incluso un pavo que una iglesia les había dado para que tuvieran algo que echarse al estómago en Acción de Gracias.
Eso en los días buenos. Cuando las vacas andaban ya famélicas, Liz y su hermana tuvieron que tirar de imaginación para tenerse en pie. "Comíamos cubitos de hielo o repartíamos un tubo de pasta de dientes para cenar", cuenta la joven, hoy de 29 años, graduada en Harvard y portavoz juvenil en foros internacionales.
Las cosas siempre pueden empeorar y a Murray se le torcieron del todo. Dejó de ir al colegio, donde no era fácil integrarse cubierta de piojos de arriba abajo y oliendo mal. Una vez fuera de clase tuvo que improvisar conocimientos de enfermería. Tenía 15 años y su madre, sida. Entre los vómitos y el síndrome de abstinencia, logró, sin embargo, meterle a su hija un mantra en la cabeza. Algo así como "ya vendrán tiempos mejores". Con 17 años, decidió que había llegado la hora de que llegaran aquellos escurridizos "tiempos mejores" que anunciaba su madre con los brazos heridos por las agujas. Y se puso a estudiar. Completó el instituto en sólo dos años, gracias a unas clases nocturnas y al ángel de la guarda que se las daba. El mismo que la llevó a Harvard de visita junto a otros estudiantes.
Ahora recorre el mundo contando su historia a jóvenes que también lo tienen crudo. "Yo era una de esas personas de las que uno se aleja en la calle", sonríe, libre de drama o resentimiento hacia unos padres que no supieron serlo: "Tenían muchos defectos, pero eran gente increíblemente cariñosa. Yo crecí entendiendo ese mensaje de una manera u otra".
Fuente: EL MUNDO

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