EL HOMBRE MÁS FUERTE DEL MUNDO
La historia de este país la han hecho hombres y mujeres así, de las que podríamos tomar ejemplo todos...., aunque tengo la extraña sensación de que ese tipo de gente está desapareciendo del mundo, y deseo equivocarme con todas mis fuerzas.
Cuando cumplió los 70 años, mi padre decidió aprender a guisar, a fregar y a hacerse cargo de todo lo de la casa porque mi madre, que padecía alzheimer, ya no podía. Así que, a la edad en que la mayoría de la gente empieza más bien a dejarse estar, él se hizo un máster en independencia personal. Como correspondía al entorno y al tiempo en los que se había criado, él consideraba que todo eso era cosa de mujeres, tan exclusivamente de mujeres que nunca jamás había hecho la más mínima tarea del hogar. Es más, en la mili se tragó innumerables imaginarias por negarse a barrer. Lo suyo era trabajar, trabajar y trabajar; pero de la casa, ni miaja.
Así que todos nos quedamos a bobos vivos cuando empezó a llamar a mi marido para preguntarle cómo se hacía tal o cual guiso, cuando me pidió que le enseñara cómo se ponía la lavadora o cuando, incluso, se ponía a ayudarme a tender en mi propia casa, comentando, de pasada y con ironía: “Si me hubieran llegado a decir a mí que algún día iba yo a hacer estas cosas…”. Coño, pensaba yo; lo mismo que si me lo hubieran dicho a mí. Pero el asombro no era solo por ver semejante giro en sus planteamientos de toda la vida, sino por el hecho de que, oiga, el tío lo asumiera sin despeinarse a esa edad, cuando se supone que ya no está uno para cambios ni para demasiadas novedades.
Aquel máster le permitió, en efecto, ser perfectamente independiente desde antes de que faltara mi madre y luego, a partir del momento en que ella murió, vivir solo, sin más ayuda que la de una mujer que le iba a echar una mano con la limpieza un par de veces por semana. No solo eso, sino que, yendo un pasito más allá, era él el que nos ayudaba a nosotros en lo que podía. Su máxima: ser útil, construir, colaborar, hacer las cosas con idea y, por encima de todo, “no dar tormento”.
De su huerto seguían saliendo, como siempre, la verdura y las hortalizas más ricas del valle del Ebro; a él se debe que mis hijos, desde chiquiticos, den palmas de alegría cuando les dices que para comer hay borrajas, acelgas o judías verdes. Y si los domingos, cuando íbamos a Tauste, el yayo había hecho rancho, directamente hacían la ola. Él estaba tremendamente satisfecho de eso. Aunque siempre se había desvivido por sacar a sus hijos adelante, lo último que pretendía era que de viejo le tuviéramos que atender nosotros a él. Cuando se acercaba el fin de semana, llamaba: “¿Qué hago para comer el domingo? ¿Qué compro? Diles qué les apetece a los chicos. ¿Tienes patatas? Mira a ver si necesitas algo. ¿Te llevarás aceite?”. Su empeño era darnos apoyo él a nosotros y que nunca tuviera que ser al revés.
En diciembre dejaron de llevarle las piernas y los dolores empezaron a joderlo a base de bien, así que ya tuvo que quedarse en mi casa. En Zaragoza, donde tradicionalmente había aguantado como el agua en una cesta. Estuvo una temporada bastante pachucho, en enero le dio un infarto y todo, pero luego, pese a que le fallaba el fuelle y a que no podía salir apenas a la calle, no renunció a seguir siendo útil: pelaba patatas, limpiaba la verdura, tendía, doblaba la ropa, sujetaba el rosal que se doblaba, ponía en la pared una lamparita para leer, arreglaba nosequé que estaba flojo… Y empezó a decir, a toda hora, que se quería morir. “¿Qué hago yo aquí ya? He tenido una vida larga y buena, ya no hago falta. Nada: que me dé algo y, clas, arregladico”. Ni un gramo de dramatismo en sus palabras, ¿eh?, lo decía como el que comenta que parece que está nublo.
No fue como él quería, sin embargo. La muerte, como la vida, le ha dado mucho trabajo. Pero si el de la vida no le arredró nunca, el de la muerte tampoco. Mi padre lo asumió con dos cojones, sin desmoronarse lo más mínimo y mirándolo de frente. Físicamente le pudo, claro. En las últimas semanas se deterioraba a ojos vistas y era muy jodido. Pero su carácter estuvo ahí hasta el final. Entero, orgulloso, él. Nunca mejor dicho aquello de genio y figura. Solo se emocionaba cuando sus nietos le preguntaban: “Yayo, ¿cuándo vas a volver a casa?”.
Mi sobrino Alberto, su queridísimo nieto mayor, afirmaba de pequeño que su abuelo era el más fuerte del mundo. Y peleaba con los otros niños si se lo discutían. Cuando, en las últimas semanas, lo veíamos apagarse en el hospital, mi hermano y yo recordábamos aquello a menudo: “Ay, que le pase esto al hombre más fuerte del mundo…”. Viendo, sin embargo, su serenidad, su determinación incluso ante el aleteo próximo de la de la guadaña, nos dimos cuenta de que estaba dándonos su más auténtica demostración de fortaleza.
Babil Menjón Giménez, Babil el Esquilador, mi padre, murió en Zaragoza el 30 de julio a las nueve y media de la mañana. Lo enterramos ayer en Tauste y descansa para siempre junto a mi madre. Tenía 82 años. Aunque le habría conmovido, porque nos quería con toda su alma, nos habría echado un reniego poderoso, de los suyos, si nos hubiera visto llorar.
[Fuenre: El Blog de Inde]
Cuando cumplió los 70 años, mi padre decidió aprender a guisar, a fregar y a hacerse cargo de todo lo de la casa porque mi madre, que padecía alzheimer, ya no podía. Así que, a la edad en que la mayoría de la gente empieza más bien a dejarse estar, él se hizo un máster en independencia personal. Como correspondía al entorno y al tiempo en los que se había criado, él consideraba que todo eso era cosa de mujeres, tan exclusivamente de mujeres que nunca jamás había hecho la más mínima tarea del hogar. Es más, en la mili se tragó innumerables imaginarias por negarse a barrer. Lo suyo era trabajar, trabajar y trabajar; pero de la casa, ni miaja.
Así que todos nos quedamos a bobos vivos cuando empezó a llamar a mi marido para preguntarle cómo se hacía tal o cual guiso, cuando me pidió que le enseñara cómo se ponía la lavadora o cuando, incluso, se ponía a ayudarme a tender en mi propia casa, comentando, de pasada y con ironía: “Si me hubieran llegado a decir a mí que algún día iba yo a hacer estas cosas…”. Coño, pensaba yo; lo mismo que si me lo hubieran dicho a mí. Pero el asombro no era solo por ver semejante giro en sus planteamientos de toda la vida, sino por el hecho de que, oiga, el tío lo asumiera sin despeinarse a esa edad, cuando se supone que ya no está uno para cambios ni para demasiadas novedades.
Aquel máster le permitió, en efecto, ser perfectamente independiente desde antes de que faltara mi madre y luego, a partir del momento en que ella murió, vivir solo, sin más ayuda que la de una mujer que le iba a echar una mano con la limpieza un par de veces por semana. No solo eso, sino que, yendo un pasito más allá, era él el que nos ayudaba a nosotros en lo que podía. Su máxima: ser útil, construir, colaborar, hacer las cosas con idea y, por encima de todo, “no dar tormento”.
De su huerto seguían saliendo, como siempre, la verdura y las hortalizas más ricas del valle del Ebro; a él se debe que mis hijos, desde chiquiticos, den palmas de alegría cuando les dices que para comer hay borrajas, acelgas o judías verdes. Y si los domingos, cuando íbamos a Tauste, el yayo había hecho rancho, directamente hacían la ola. Él estaba tremendamente satisfecho de eso. Aunque siempre se había desvivido por sacar a sus hijos adelante, lo último que pretendía era que de viejo le tuviéramos que atender nosotros a él. Cuando se acercaba el fin de semana, llamaba: “¿Qué hago para comer el domingo? ¿Qué compro? Diles qué les apetece a los chicos. ¿Tienes patatas? Mira a ver si necesitas algo. ¿Te llevarás aceite?”. Su empeño era darnos apoyo él a nosotros y que nunca tuviera que ser al revés.
En diciembre dejaron de llevarle las piernas y los dolores empezaron a joderlo a base de bien, así que ya tuvo que quedarse en mi casa. En Zaragoza, donde tradicionalmente había aguantado como el agua en una cesta. Estuvo una temporada bastante pachucho, en enero le dio un infarto y todo, pero luego, pese a que le fallaba el fuelle y a que no podía salir apenas a la calle, no renunció a seguir siendo útil: pelaba patatas, limpiaba la verdura, tendía, doblaba la ropa, sujetaba el rosal que se doblaba, ponía en la pared una lamparita para leer, arreglaba nosequé que estaba flojo… Y empezó a decir, a toda hora, que se quería morir. “¿Qué hago yo aquí ya? He tenido una vida larga y buena, ya no hago falta. Nada: que me dé algo y, clas, arregladico”. Ni un gramo de dramatismo en sus palabras, ¿eh?, lo decía como el que comenta que parece que está nublo.
No fue como él quería, sin embargo. La muerte, como la vida, le ha dado mucho trabajo. Pero si el de la vida no le arredró nunca, el de la muerte tampoco. Mi padre lo asumió con dos cojones, sin desmoronarse lo más mínimo y mirándolo de frente. Físicamente le pudo, claro. En las últimas semanas se deterioraba a ojos vistas y era muy jodido. Pero su carácter estuvo ahí hasta el final. Entero, orgulloso, él. Nunca mejor dicho aquello de genio y figura. Solo se emocionaba cuando sus nietos le preguntaban: “Yayo, ¿cuándo vas a volver a casa?”.
Mi sobrino Alberto, su queridísimo nieto mayor, afirmaba de pequeño que su abuelo era el más fuerte del mundo. Y peleaba con los otros niños si se lo discutían. Cuando, en las últimas semanas, lo veíamos apagarse en el hospital, mi hermano y yo recordábamos aquello a menudo: “Ay, que le pase esto al hombre más fuerte del mundo…”. Viendo, sin embargo, su serenidad, su determinación incluso ante el aleteo próximo de la de la guadaña, nos dimos cuenta de que estaba dándonos su más auténtica demostración de fortaleza.
Babil Menjón Giménez, Babil el Esquilador, mi padre, murió en Zaragoza el 30 de julio a las nueve y media de la mañana. Lo enterramos ayer en Tauste y descansa para siempre junto a mi madre. Tenía 82 años. Aunque le habría conmovido, porque nos quería con toda su alma, nos habría echado un reniego poderoso, de los suyos, si nos hubiera visto llorar.
[Fuenre: El Blog de Inde]
Impresionante testimonio, aunque creo que también hay más hombres-padres como él, yo conozco a algunos.
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