17 febrero 2016

NO VIVO SOLO

En el colegio hacían un ejercicio llamado No vivo solo. Consistía en enseñar a los alumnos algo tan aparentemente sencillo como eso: que vivimos en sociedad. Muchísima gente necesita unas lecciones de No vivo solo. Por ejemplo, esas personas (jóvenes y en perfecto estado de salud) que toman un ascensor para subir una sola planta. Y si para ello tienen que hacer que el elevador, cargado con cinco personas, se detenga en esa primera planta y que el resto de la gente pierda su tiempo, tanto peor. Por lo visto usar las lustrosas y amplias escaleras para subir 15 peldaños es demasiado. Hay algunos que incluso toman el ascensor para bajar una sola planta… El mundo no tiene salvación.
También necesitan una lección de No vivo solo esos conductores (generalmente de vehículos de altostanding y gran cilindrada) que, en plena ciudad atestada, no son capaces de desalojar el paso de cebra a tiempo antes de que el semáforo se ponga en verde para los peatones; pero el código no va con ellos: se han creído lo que cuentan los anuncios de coches… Lo de vivir sin límites, a la aventura y estando por encima de los demás… son lo que en mi familia llamamos buscadores de la libertad.
Una buena lección de No vivo solo les daría también a esos animados hombres de negocios que en el AVE se dedican a contar a voces sus avatares laborales, en persona y por teléfono. Una variante de lo que denominaremos gritón laboral se encuentra en los espacios de trabajo en común: esa gente que llama por teléfono a voces y que, para más INRI, se pone a hablar en inglés (para que todo el mundo sepa lo bien que lo habla). O que incluso pone el manos libres para que se oiga bien el contenido de la charla.
El otro día estuve en una misa en la que el cura iba a nombrar a un familiar fallecido recientemente. Llegado el momento de la consagración a un feligrés de las primeras filas le sonó el silbidillo que emiten los móviles de ahora cuando les llega un mensaje. Creo que ni Cristo enviado de nuevo a la tierra le hubiera perdonado ese pecado.
¿Y qué me dicen del conductor que aparca entre dos plazas, inutilizando las dos? ¿O el que cuando cae la tarde no pone las luces porque él ve bien, sin pensar en si los otros conductores lo ven a él? ¿Y de la parejita que en las escaleras mecánicas decide colocarse el uno junto al otro bloqueando el lado izquierdo, reservado para la gente que quiere subir caminando? ¿Y qué me cuentan del vecino que deja su rezumante basura en el rellano hasta que decide, pasadas unas largas horas, que la bajará a la calle? ¿Y el tipo del gimnasio que acapara una máquina y se pone a consultar el móvil durante 20 minutos ignorando al resto de usuarios?
Hace no mucho, estaba yo parado en un semáforo, esperando para cruzar, cuando se detuvo ante mí un coche moderno y afilado, color azul eléctrico. A los mandos, un joven como de anuncio y, de acompañantes, un chico y dos chicas dinámicos, de estos que se preocupan por su imagen. Todos ellos criados en democracia, en un país razonablemente avanzado, educados en mejores condiciones que ninguna generación anterior. Pues bien, la chica sentada en el asiento trasero bajó la ventanilla eléctrica y tiró una caja vacía de hamburguesa, de esas de poliespán, a mis pies. Me quedé sin palabras.
¿Y el tipo en el supermercado que deja su carrito o cesta en mitad del pasillo mientras compara los cinco tipos de suavizante para ropa? ¿Y el animado grupo de turistas nacionales que se detienen a consultar el mapa justo en la boca del metro, entorpeciendo el paso de decenas de personas? El fenómeno de gente parada en puertas, salidas, entradas y pasos en una plaga. Pero cuidado: se ofenderán si se les pide que no se detengan allí.
Porque ésa es otra: en esta pesadilla de la gente que vive como si fueran los únicos habitantes del planeta el malo de la película es que el que osa recordarles que no viven solos. Que hay más gente en el mundo. Que se prepare para recibir bufidos, exabruptos y desaires aquel que les diga ni media: el maleducado será el que intente educarlos.
Y uno se desespera y pierde la fe en la humanidad porque, ¿qué nos dice de una sociedad el hecho de que la mayoría de la gente vea normal tomar un ascensor para subir una sola planta? ¿Qué cabe esperar desde el punto de vista político, medioambiental, solidario y empático? Todos los días asistimos a un puñado de ejemplos que nos recuerdan que la mayoría de la gente es incapaz de ponerse en el lugar de los demás.
No vivo solo, pero a veces me entran unas tremendas ganas de hacerlo.

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