Cuando yo era chico, la noche de marzas, era mucho más mágica para mí que la noche de San Juan, por muchos misterios telúricos que acarreara y por mucha altura que alcanzasen las llamas de las hogueras. Y chico era, no más de once o doce años, cuando el mozo viejo, al que llamaban zalagardón, me dijo al terminar las marzas: «Oye tú, renacuajo, el año que viene vas a ser marcero de nuestra cuadrilla, eso sí, siempre que tu madre nos llene la andorga con esos boronucos que saben a gloria».
Yo me quedé sin habla. Me parecía un milagro que me hubiera elegido a mí y no a mi amigo Honorio, un chavalón de mi edad, pero mucho más mofletudo, más alto y... más torpe que yo.
Aquella noche hablé con mi abuelo, le dije que tenía la obligación de meter en razón a su hija, o sea a mi madre, para que me hiciera unos pantalones largos de color azul, igual que el buzo que usaba mi padre para trabajar en la fábrica. Se lo pedí convencido de que, con aquel ajuar, me haría mayor mucho primero. Pero antes debo decirles que mi abuelo era un tío estupendo, uno de esos hombres que no se equivocaba nunca y con un talento que ya hubiera querido para mí. De vivir hoy, sería el mejor candidato a marcero mayor. De mi abuelo decía Felisa, la vieja más respetada del contorno, que era uno de esos personajes de los que se aprovecha todo, desde un guiño hasta un taco soltado oportunamente en cualquier momento.
Y es que, el abuelo expresaba cada mañana una alegría inmensa al sorprenderse de que seguía vivo; alegría que le hacía ser tierno con las mujeres del lavadero; divertido en las tertulias de la taberna e imaginativo a la hora de echar una parlá con su nieto preferido que, naturalmente, era yo.
El año aquél se me hizo terriblemente largo y hasta le hice al abuelo partícipe de mi impaciencia al decirle que los días parecían no querer acabarse nunca. Recuerdo que murmuró: «Eso no es una tragedia, cuando tengas los años míos los días se te pasarán volando; una tragedia es que la salud dure más que el dinero, que es lo que me pasará a mí si no me espabilo». Y a medida que fui creciendo tuve la percepción más clara de que el abuelo no tenía desperdicio. Los días pasaron para mí con la lentitud de una apisonadora, pese a refugiarme en el cinematógrafo de la cochera de Julia, la de la tienda, donde se proyectaban películas de Búster Keaton, Charlot, Jaimito, Rin Tin Tin y el Gordo y el Flaco.
Y entre libros y juegos llegó el febrerillo loco, y con él los preparativos de marzas. Mi madre pagó mi patente, el día antes, con una sartenada de boronos y un garrafón de vino para toda la cuadrilla y yo me fui a dormir con algunas molestias en la garganta, a las que no di importancia, convencido de que, en un abrir y cerrar de ojos, me despertaría, en medio de la cuadrilla de marceros, recibiendo una perra gorda, casi un jornal siendo todo un hombre.
El día último de febrero amaneció nevado. Al anochecer llegaron los marceros a nuestra casa envueltos en un halo deslumbrante y mágico. Honorio se adelantó a nuestra puerta y gritó: 'Cantamos o rezamos'... Y empezaron a cantar al tiempo que yo, apoyando los inflamados carrillos sobre el frío cristal de la ventana, rompí a llorar y a maldecir aquellas inoportunas paperas.
Carta remitida por el corraliego Juan José Crespo Saiz, a Tribuna Libre de El Diario Montañés, el 21-08-2008
precioso relato, que no se pierdan las tradiciones
ResponderEliminarEn efecto, preciosa y entrañpable literatura la de Crespo... que nos recuerda los preciosos escritos costumbristas de nuestro genial paisano Pereda.
ResponderEliminarGracias y ... que Crespo siga regalándonos sus remenbranzas Corraliegas.