19 noviembre 2019

ENRIQUE "EL MARQUÉS", EL ÚLTIMO PASTOR DEL VALLE

- Cuando a Dios le encargaron que fundiese tu alma –dijo Enrique "El Marqués"– le debieron encontrar en una cabaña del monte haciendo unas almadreñas o cosa parecida. El Señor dejaría a un lado las herramientas y la madera, atizaría la lumbre con unas árgomas y unos serojos de roble.
Solté la risa y dije por mi cuenta:
- Puso a calentar un buen campano para que le sirviese de crisol y echó allá un puñado de tierra del bosque, unas hojas de acebo … ¿Y qué más Enrique? 
- No sé -repuso él- tal vez un poco de nieve.
Me miró con sus ojos pillos y con un además burlón agregó:
- En aquél momento amanecía y un venado berraba en la braña.
- Y una becada volaba sobre el bosque, añadí ahuecando la voz.
En el coro de nuestras risas, latía la nota cálida de la amistad. Eran las primeras horas de la amanecida de un día de junio. El fresco de la mañana estaba empapado del olor del pinar y del eucaliptal, las árgomas quemadas, la hierba sazonada y mojada de rocío, los mil olores deleitantes del campo que ensanchan el pecho de placer al aspirarlos y son el contento de la vida para quien ha ido dejando sobre el pastizal tras so rebaño.
Hacíamos una vez más ese rozo de andadura común entre Lobado y Las Llanas, sobre la carretera de Collado de Cieza, él a sus ovejas y yo a mis monterías. Mi objetivo de aquél día era Portillo Mozagro, y me despedí pronto de Enrique, para no perder el ritmo de mi caminar. Al abandonar él la carretera y tomar el senderillo que por su finca le llevaba hasta el caserío donde guarda las ovejas, le contemplé por unos momentos. A sus setenta años, aún conserva energía y vigor, pese a la pesadez de su figura maciza, embutida en un ropaje descuidado y harapiento. La chaqueta reventada por varios sitios, mostraba forros y entretelas colgantes. La gorra, sujeta al rostro por un original barboquejode alambre que se pierde entre la maraña de barba blanca y poblada, me hizo sonreír ante el recuerdo de quienes aseguran que es la cartera donde guarda su dinero. Supongo que tan particular atadura, no es más que la sujeción que impide que se la arrebate el viento del descampado.
Apoyado en el largo palo de fresno y acompañado de su perro, subía la pequeña cuesta lentamente.
Reanudé mi camino, y durante un largo rato Enrique "El Marqués" ocupó me pensamiento. Él como pastor y yo como cazador y montañero, somos hombres de la soledad y del paisaje. Este lazo común, o esta común afición por la soledad, es la causa de nuestra profunda amistad que siempre le agradezco, porque no suele prodigarla indiscriminadamente.
Un día, por lógica razón de vida, el ya no estará en el camino de mi andadura pero algo suyo pervivirá pegado a este paisaje que nos une, y su recuerdo hará que para mí no haya muerto porque mientras alguien que nos conoció nos recuerde, no habremos muerto del todo. Solo cuando el polvo del tiempo o del olvido borren nuestras huellas, moriremos definitivamente.
El sendero del monte o el camino del valle que acostumbremos a transitar, conservará en cada recodo o altozano jirones de nuestra vivencia para aquél que nos acompañó alguna vez en nuestro caminar, y cuando él haga solo aquel camino, sentirá en algunos momentos nuestra presencia a su lado. Si desde un alcor tiende la mirada a lo largo y a lo ancho del valle, si luego la alza siguiendo los trazos de los senderos hacia las colinas, o más tarde la deja seguir el curso del río, nuestro antiguo amigo irá viviendo momentos de nuestra particular historia, de la que él fue testigo o actor acompañante, y ese vivir en el recuerdo de quien nos conoció, será por ese tiempo común un volver a estar, aunque el ser ya no sea posible.
Ya bien entrada la tarde, regresaba yo sumamente cansado, tanto por la distancia recorrida como por el tórrido calor de aquella hora, y al llegar a la altura del caserío de Enrique "El Marqués", levanté la mirada hacia un bardal situado sobre la pared de la línea y junto a un esquinal del edificio. Tras esta especie de bardal-pantalla, suele permanecer Enrique varias horas contemplando la carretera, y cuando la persona que por ella transita es de su particular agrado, sale a saludarla, cosa que suele hacer a grandes voces.
Mi familiaridad con el bardal, me permitió descubrir al momento y a través de las zarzas, la blanca cabeza de mi personaje e inmediatamente su voz estentórea y poderosa repitió varias veces mi nombre.
El cansancio no me daba ánimos para contestarle a tan vivo tono, y le hice una indicación con la cachava, señalándole el multicentenario castaño que en medio de la finca extiendo su bienhechora sombra.
Tomé el senderillo del prado, y al llegar al árbol me senté en el césped junto al tronco. Mis menguadas fuerzas agradecieron por igual la fresca sombra, el blando césped y el duro respaldo del grueso tronco.
A poco, Enrique "El Marqués" se sentaba a mi lado preguntándome: -¿Hasta dónde has llegado?
Me tomé tiempo para sacarme el sudor del rostro y del cuello y al agachar la cabeza para pasármela por la nuca, sonreí divertido, como antes había hecho contemplando la gorra de "El Marqués". El regocijo de ahora, más afectuoso que crítico, también era motivado por un alambre. Este salía por un costado de Enrique, de debajo de la chaqueta, rodeaba su abultado abdomen pariéndole en dos eminencias, coronada la una por una abertura de la camisa, que justamente allí le faltaba un botón, y rematada la otra por la negra faja, y finalmente se perdía por el otro costado hacia una oculta y misteriosa atadura.
- Llegarías a Mozagro, claro.
- Un poco más allá. Subí a la cumbre del Toral.
- ¡Santo Cielo! Y fuiste solo y solo volviste. Como si lo viera. - Hombre, en esta época del año no falta gente en el monte a ver ganado. Unas veces en esta braña, otras en aquella cotera, siempre se encuentra a alguno con quien parlar un rato.
- Pero a ti lo que te gusta es andar suelto. Yo lo comprendo porque eso es lo que me ha pasado a mí siempre. Aquí arriba o por cualquier caminacho del monte, no hay mejor compañía que los pensamientos de uno mismo. Hay personas que se encuentran terriblemente solas en medio de los demás y otras en cambio son muy felices acompañadas de sí mismas.
Enrique, si eso se lo oyeran a usted decir muchos de los que están allí abajo, en el fondo de la cazuela del valle, se iban a quedar con la boca abierta de asombro.
El semblante del "El Marqués" se ensombreció y su mirada quedó por un momento fija en el suelo, mientras golpeaba rítmicamente la hierba con el palo.
- Ya sé -dijo al fin- que para muchos no soy más que un ser mísero y desaseado. A veces yo mismo los daría la razón. Me ha pasado la vida por aquí, libre como un pájaro. No he echado nunca nada en falta porque cuando algo he necesitado, me he afeitado las barbas, me he puesto un buen traje y un sombrero, y el mundo ha sido mío por unos días. Luego vuelta a las ovejas y a la libertad de estas alturas que me han dado mucha felicidad porque las he tenido mucho cariño, pero ahora que soy viejo creo que me he equivocado.
Me quedé mirándolo un rato en silencio, y luego él continuó.
- No me arrepiento de haber sido pastor. Nací sobre la tierra, y la tierra es una madre a la que no es fácil renunciar, pero me gustó tanto la soledad que no fui capaz de buscarme una mujer y ahora la echo en falta.
- Sí, dije, ese es ciertamente un error. La soledad es un sedante y es a la vez una necesidad interior del hombre para gozar de esa facultad del pensamiento, creador de imágenes y de sentimientos. Cuando uno está solo y tiene imaginación, vive en forma desbordante un mundo que no tiene más límites que la propia limitación de su mente. Por eso, su escenario ideal es el campo o la montaña, allí donde por alejamiento del mundo, parece encontrarse más fácilmente a Dios, que es indudablemente el objeto, el fin y la causa de nuestra vida anímica. Pero esto, no puede ser a todas horas y en todo momento, salvo para los místicos. Usted y yo somos hombres corrientes y necesitamos el contacto humano y cálido de los demás. La mujer y los hijos son el contrapeso y el complemento de nuestras soledades gozosas.
- Yo de eso me di cuenta demasiado tarde. Ahora ya la soledad a veces me hace daño. Vender las ovejas y las fincas para marcharme al pueblo, sería como querer arrancar este castaño y volverlo a plantar en la plaza. Tú, en cambio, estás más acertado. Tienes las raíces en el valle y las ramas y la copa aquí arriba.
- Es una bonita imagen, dije riendo.
- Los árboles son como los hombres. Algunos de los que nacen en el hondo, crecen mucho en busca del sol, y los que nacen en la cumbre son pequeños y gruesos, porque tienen que aguantar los vientos de la altura. La ventaja de estos últimos es su gran resistencia, ya que sus raíces están fuertemente agarradas en el suelo.
Estas palabras de Enrique "El Marqués" han vuelto muchas veces a mi mente desde aquél día, y hoy las escribo, tal vez como una necesidad ineludible de vaciarme de ellas.
Muchas tardes, cuando el viento suave, el céfiro de los poetas, me trae el olor del brezo, me acodo en la ventana y contemplo con melancolía las alturas del valle. Como los borbotones de agua de un manantial, brotan en mi imaginación recuerdos y añoranzas de ratos vividos sobre sus cumbres y laderas, y esa tristeza vaga, prolongada, sosegada y permanente que es la melancolía, desasosiega y conturba mi mente.
Por eso escribo estas líneas. No sé muy bien para qué, aunque sí sepa el por qué.

Bernardo Alonso Gutiérrez, Fiestas de Nuestra Señora de la Cuesta, agosto de 1968

2 comentarios:

  1. Pey Campuzano12:43 p. m.

    Precioso relato de una preciosa relación.

    Conocí y disfruté, junto con la cuadrilla de amigos, de tardes de charla con "Tío Enrique El Marqués"... así siempre le llamábamos, "Tío Enrique", por ser familiar cercano de amigos (y muy lejano mío, según me informó mi Padre).

    Tío Enrique "El Marqués" nos fascinaba siempre por su peculiar charla y modos y maneras de expresarse, lo cual, junto a su característico aspecto y figura de gran Profeta o venerable filósofo de la Grecia antigua, hacía que le escucháramos con devoción, al tiempo que, ante nuestras preguntas, nos sorprendía sobremanera... porque él descubría, para nuestras mentes juveniles, los secretos de la vida de la manera más preclara y sencilla. Era un placer escucharle y recibir sus lecciones magistrales de vida... Tal vez por ello, dejó huella en todos nosotros y su recuerdo permanece imborrable entre quienes le conocimos y tratamos.

    ... También es bien cierto que cuando hablábamos de "Las Chavalucas" él siempre nos animaba a... ¡¡¡ Vosotros buscad una "buena mujeruca", porque la Soledad no es buena... y yo ahora sí que echo en falta a una mujer !!!

    Guardo en mi corazón aquellas parladas con Tío Enrique, sentados en un "prao" de su finca, ante sus ovejas...

    ¡¡¡ Un fuerte abrazo te va... allá donde esté tú Cielo, adorado Tío Enrique !!!

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  2. Que gran humanidad tenía y qué buen hombre era muchos recuerdos allá donde estés

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