Es ley de vida,
lo cual no significa que sea fácil.
Cuesta ver envejecer a tus padres.
Porque sabes de sus viejas privaciones,
de lo delgados que se vuelven los bolsillos
de las familias con dos hijos y una casa,
del cansancio acumulado tras los ojos.
Porque sabes de eso y lo demás,
los malabares a la hora de las compras,
las tardes fatigadas cosiendo rodilleras,
las horas difíciles en que se asomaron
al balcón de sus renuncias
para mirar lo que dejaban,
la vela apagada de las aspiraciones.
Porque sabes de eso
hoy han regresado el tiempo y la nostalgia
a hacer un comunicado conjunto
para devolverte esas imágenes lejanas de tu infancia
con ellos como telón de fondo.
Las horas con tu madre en el museo,
su insistencia en que apreciaras lo importante,
el arte, la palabra, la ayuda en los deberes.
La difícil escarcha en el cristal,
la lucha de tu padre cada mañana,
las cintas de cassette del cielo de tu infancia.
Y jamás pidieron nada a cambio.
Nunca alzaron la voz,
nunca pedirán cuentas
para que jamás te enteres
de que el mundo no les dio lo que esperaban.
Hoy, cruzados los 70,
duele ver que el desgaste hizo su trabajo
y que las fuerzas ya no acompañan
del mismo modo que las ganas.
Y lo entiendes:
crecer también es comprender
los sacrificios que otros asumieron
para que tú caminaras ligero por la acera de tu infancia.
Y también entiendes que te toca velar su cansancio,
pues se han ganado el brazo de apoyo,
el viaje que nunca pudieron hacer.
Y entiendes también
que ha llegado la hora de devolver
lo que nunca te pidieron,
haciendo llevadera su carga,
suavizando esa fatiga acumulada tras los ojos.
Parece ser que por fin llega
el momento más importante de tu vida:
ganarte de una vez aquello
que ellos nunca te cobraron.
Es simple.
Es ley de vida.
(Este poema pertenece al libro “Los amores imparables”. Marwan)
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