Voy a dejar a un lado la literatura y voy a decir algo que querría decir a alguien. Yo tenía
conocidos que a lo largo de esta pandemia seguramente han perdido oportunidades, que han
dejado de contactar conmigo y a los que prefiero yo no llamar ni escribir, porque posiblemente
ellos sientan vergüenza o no quieran comprometerme en ayudarles; y porque yo tampoco
quiero comprometerme con ellos. Son unos cuantos. Hay por ejemplo una pareja que tenía un
bar cerca de mi casa, lo había puesto hacía poco tiempo, lo llevaban bien, yo estaba
empezando a tener amistad con ellos porque eran majos e incluso estuve cerca de ser socio de
un proyecto de ampliación que tenían, en otra zona mejor; llegué a meterles en mi casa, a
enseñársela, contento de la reforma que había hecho en el piso. Llegó lo del virus, tuvieron
que cerrar el bar, y luego me los encontré un día por la calle y me dijeron que iban a tratar de
poner algo en Bilbao (era cuando aún pensábamos que las restricciones serían para cosa de
medio año). Y desde entonces no he vuelto a saber de ellos. Tengo su teléfono, el hecho es
que a veces les llamaba, por ejemplo, para que me fueran poniendo el chocolate cuando salía
del trabajo -no me gusta demasiado caliente-, y parecía que la relación era fluida y
prometedora, pero las cosas en la vida pueden cortarse radical. Como cuando los nazis y los
judíos. Y tienes que redefinir qué grado de “heroicidad” quieres darle a tu vida, frente al que
venías dándole antes.
No son el único caso, como digo, pero no quiero hablar de otros para no alargarme. Tengo
ahora relación con menos gente que antes de la pandemia; algunos han quedado ahí, latentes
o apagados, como estrellas en la noche de esas que sólo verás, quizá, si las miras con
telescopio, pero no vas a coger el telescopio. Antes, siempre me relacioné más con gente que
no era pobre que con gente que era pobre, digamos de mi nivel o alrededores; es lo normal.
Pero ahora eso se ha reducido aún más. Porque yo también tengo más miedo de la pobreza.
Decía uno, que madurar no es hacerse “má-duro”, sino “má-blando”. Bueno, creo que son
las dos cosas a la vez. Madurar es, por un lado, ir haciéndose más vulnerable y comprometido,
para los demás y para uno mismo, comprobando y demostrando que no pasa nada, o que no
pasa tanto como te habían enseñado a temer. Pero también es irse haciendo menos solidario,
más agarrado (ya me lo decía mi madre, “tienes que hacerte más duro”; y ella provenía a su
vez de una madre que, por piedad, lo había dado todo). Porque llega un momento en que ves
que, si tienes un poco de compasión y el dolor de los demás puede dolerte, puede dolerte, sí,
pero, más adelante, el dolor tuyo propio puede dolerte aún más; y acabarás lamentando haber
dado esto y aquello y no haber sabido protegerlo. Salvo, quizá, que creas mucho en el más allá.
Y cuando uno escribe, como es ahora mi caso, uno escribe como si le estuviera diciendo las
cosas “a cualquiera”, a todo el mundo. Pero no es así. Pues el círculo de mi comunicación,
ahora se demuestra, viene cerrado por las personas, que cumplen ciertas características, con
las que yo decido cerrarme a comunicarme. No sé si esto lo sabía Habermas, pero le convenía
saberlo. La comunicación –os regalo esta reflexión filosófica, pero no se la regalo a todos-
presupone, sí, una comunidad abierta, ideal, general; pero de hecho tiene un radio limitado,
que es lo que uno, consciente o inconscientemente, decide que es “el mundo real”. Para su
propia supervivencia y bienestar.
¿Alguien da más?
Adolfo Palacios
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