En el año 1972 estaba yo estudiando “ingreso”, creo que así se llamaba, el curso que servía de adaptación entre el antiguo plan de enseñanza y el nuevo sistema de la E. G. B. Era en el edificio de la Pontanilla, donde entonces estaba también la sede de la O. J. E. y, arriba, la casa de aquel tal Caparrós. Era cuando todavía existía, allí al lado, el antiguo colegio de las monjas. Recuerdo que un día, que no había clase pero estábamos todos allí por alguna fiesta (no sé cuál, ni seguramente tampoco lo supe entonces porque no solía yo enterarme de la fiesta), las puertas del instituto estaban abiertas, y el profesorado había organizado algunas actividades, de manera que profesores y alumnos pululábamos por la plaza –entonces una placa de cemento-, y seguramente, o quizá es mi imaginación, había música en el ambiente.
Tenía yo un amigo, un chico de Cóo cuyo nombre recuerdo pero no voy a decir, aunque me pregunto qué será ahora de él. Me parece que sólo nos teníamos el uno al otro, en el tiempo de los recreos. Nos parecíamos, en el sentido de que ambos éramos callados, poco movidos, tímidos quizá. Un chico que, por cierto, me regalaba cosas, a veces juguetes de cierto valor, lo cual me dejaba extrañado; yo le preguntaba por qué me las daba, y él me decía que porque yo era su amigo y estaba contento de tenerme. Es probable que la pareja que formábamos despertase risitas y menosprecio entre algunos miembros del instituto, profesores incluidos; un poco “outsiders”. Aunque dudo que yo fuera entonces consciente de que había quien se reía de nosotros.
En aquel día de fiesta, a algún profesor se le ocurrió algo divertido: cogernos a ambos (no creo que tuviera que pensarlo mucho) y ponernos a competir el uno contra el otro en una singular prueba, prueba que quizá entonces era usual, como las carreras de bicis lentas, que después no he vuelto a ver; consistía en ponernos a comer merengue, de sendos platos sobre una mesa al aire libre, con las manos a la espalda. Se nos planteó el evento como irrenunciable, y no recuerdo que se nos ocurriese negarnos. Éramos, sin duda, la pareja ideal para que todo el mundo pasase un buen rato. Las manos, no recuerdo si nos las ataron o las dejamos inoperativas a base de voluntad.
Y así, agachados sobre los platos, competimos el uno contra el otro, a ver quién acababa antes. Desde luego que hice lo posible por ganar. La gente se reía eufórica, y a mí siempre me gustó ser el centro de atención, y contribuir a la alegría del personal. Eso me daba, también, la sensación de estar integrado, cosa que en cierto fondo anhelaba, ya que de alguna manera me sentía inadaptado, y algo de cariño también me hacía falta.
Y no sé quién ganó, la verdad, pero el espectáculo mereció la pena, porque además, el merengue (o chantillí, podéis buscar la diferencia) es pegajoso; y entonces, la cara, de tanto hozar, se nos quedó, digamos, correosa. Y alguien nos dio, para limpiarnos, pues lo que por allí había, no más que unas hojas de periódico; con lo cual se nos quedaban las noticias pegadas…
No sé, a todo esto, si mis padres se enteraron del tema. A lo mejor ni les conté nada.
La verdad, no recuerdo haberme sentido indigno, ridículo ni nada parecido. En cambio hoy percibo que aquello fue una muestra más de aquella España que Gila retrataba, país de tintes siniestros, que algunos darán por finiquitado pero cuyo certificado de defunción yo no firmaría. Incluso, puedo decir, quizá yo mismo he contribuido alguna vez a episodios similares; me ampararé en lo de “el que esté libre de pecado que tire la primera piedra”; y que las víctimas de un cierto momento son los verdugos en otras ocasiones, de manera que no se puede caer en la tentación de tener demasiada lástima de nadie.
Y eso os cuento, entre otros motivos para que lo comparéis con vuestro ambiente estudiantil, por si encontráis en él cosas parecidas o, por el contrario, os parece que allí nunca hubo nada de esto, afortunados vosotros.
Adolfo Palacios
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