He estado en Corrales el pasado fin de semana y, al pasar junto a la parroquia, me quedé un rato mirando el reloj. O relojes, para ser más exactos, pues se trata de dos esferas son dos, que se encuentran en la misma esquina. Me fijé también en el tejadillo que las protege, que más que tejadillo es tejado propiamente, pues es de buen tamaño. Bonito reloj, bonito tejado, si yo tuviera una página web de Corrales creo que la ilustraría con ese reloj en la portada.
¿Quién fabricaría ese reloj, quién lo instalaría? ¿Estuvo ahí desde el principio? A ver si algún investigador se anima. A lo mejor esto está ya escrito en algún sitio. Y si no lo está, pena me daría. Claro que alguien dirá: “es que hemos estado ocupados con otras cosas más importantes”. Bien, pues espero que esas cosas más importantes se hayan atendido bien. Y también tener en cuenta que, en cien años, habrá dado tiempo a hacer de todo.
Sabido es que el mecanismo original de ese reloj, aquel de pesas y péndulo que oías como en latidos graves cuando subías la escalera hacia el campanario, ya hace años que fue sustituido por uno eléctrico, mucho más pequeño. El original, la última vez que lo vi estaba guardado en un habitáculo que hay al final de las escaleras, al lado de la puerta que sale a las campanas. Una pieza de museo. Con ese mecanismo se movían a la vez ambas esferas, como hace ahora el mecanismo eléctrico.
Recuerdo que el reloj recibía, de noche, la luz de unos tubos con filamento que alumbraban bajo el tejadillo. No he visto que hoy día disfrute de esa iluminación. Se puede argüir que no es necesaria, porque ahora la iglesia parroquial está iluminada, por focos potentes, desde unos postes. Quizá, pero no es el mismo encanto; y de cara al turismo, no sé qué tendría más gancho.
Había otro reloj bonito en Corrales: el de la estación, que también tenía dos esferas, movidas por un mismo mecanismo eléctrico desde el principio (la estación de ferrocarril de Corrales es de los años cincuenta, la iglesia parroquial data de los años veinte). Ese reloj fue retirado, cuando RENFE (o ADIF) vio que la estación estaba empezando a ser vandalizada, a principios de este siglo. He visitado recientemente el “muso del ferrocarril” de Santander y he visto allí un reloj semejante, pero pertenecía a otra estación. El de Corrales no sé dónde estará. Por cierto, merece mucho la pena el museo del ferrocarril que hay en Madrid, ocupando la antigua estación de Delicias.
Y otro elemento que marcaba el tiempo, o sea, la hora, en el Corrales de mi infancia, era el “pito” de la fábrica. Que estaba situado encima del depósito que aún se conserva en la zona de “la aldea”. Tocaba unas pocas veces al día –no sé cuántas, en realidad-, para entrar y para salir de trabajar, y siguió tocando cuando ya casi todo el mundo tenía un reloj de pulsera, pero es sabido que la gente por estos lares tiende a no ser puntual, así que no venía mal reforzarlo con esa señal que se esparcía por el valle; señal que, por encima de su función específica, llegó a ser un elemento cultural o identitario.
Habrá quien opine que ese tipo de relojes no son necesarios hoy día, ya que todo el mundo lleva su móvil. Démonos una vuelta por Europa, por ciudades de temprana tradición burguesa, y se comprobará cómo los grandes relojes públicos, adornados incluso de figuras móviles, han sido y siguen siendo una pieza importante del paisaje urbano. Claro, son países donde siempre se han cuidado esas dos cosas: el “paisaje”, y lo “urbano”. Y, aunque la cultura y los valores de los jóvenes vayan hoy quizá por otro lado, esos relojes siguen atrayendo a turistas. Creía yo, por cierto, que el primer reloj público (mecánico) de Europa se había instalado en Brujas o en algún sitio así, pero he mirado en internet y dice que fue en Valencia (1378), y en Sevilla, dieciocho años más tarde.
Actualmente no hay en España ninguna ciudad que posea propiamente un museo de relojes, cosa que, de Pirineos para arriba, sí solemos encontrar. En Madrid, lo más parecido que tenemos es la colección de relojes del Palacio Real. Tampoco disponemos de museos de autómatas, arte asociado al de la relojería, que sí se pueden encontrar en Francia, en Reino Unido, en Alemania, en San Petersburgo y, por supuesto, en Suiza.
En Corrales hemos tenido, en el siglo pasado, gran tradición de tornería y artes de taller, gracias a N.M.Q. S.A., a don Guillermo, y seguro que a otras instituciones y personas; el museo de la industria del Bardalón no lo he vuelto a visitar desde el año en que se abrió, no recuerdo si ahí hay alguna alusión al tema de las habilidades mecánicas cultivadas individualmente. Pero en España en general parece que no hemos sido muy de mecanismos. Cosa que algunos echamos en falta, como echamos en falta museos de instrumentos musicales, que sí suele haber también en países europeos. Aquí, de éstos sólo conozco el de Barcelona, y un pequeño museo del órgano que hay en Agüero, Huesca, aparte de los que pueda haber de instrumentos populares en Castilla.
Esos relojes públicos, en España o en Europa, eran y son como homenajes al ingenio y a la competencia; parecían decir: “El ser humano podrá con todo lo que se proponga”, “a ver quién hace otro tanto que lo que he hecho yo”.
En 1958 hubo en el colegio de la Salle una muestra de artes y oficios, de la que conservo, por herencia de mi padre, un par de fotos. Pensaba yo que el oficio de tornero, por cierto, había quedado anticuado, pero este mismo año (enero del 2023) se ha celebrado en Santander un certamen de tornería, con sus correspondientes premios. Parece que es de esos oficios, poco demandados, que sin embargo siguen teniendo futuro.
En los años sesenta del siglo pasado, las máquinas no eran todavía suficientemente autónomas como para que el ser humano estuviese descuidado de ellas; no eran tan complejas como para precisar grandes conocimientos de electrónica e informática. Eso hacía que bastantes obreros tuviesen que (y pudiesen) adquirir especialización y experiencia, para su correcto funcionamiento y mantenimiento. Eran conocimientos y habilidades que, sin estar al alcance de cualquiera, tampoco requerían de una inteligencia especialmente alta. El hombre era compañero o complemento de la máquina, podía sentirse orgulloso de estar a la altura de ella, y trasladaba –espontánea o deliberadamente- a su vida cotidiana los hábitos y conocimientos adquiridos, aplicándolos en la decoración del hogar y del jardín, por ejemplo, o en la fabricación de juguetes y demás elementos para los hijos.
La vida en Corrales era interesante en esos años, y ello sin necesidad de que casi nadie tuviera aún televisión. No sé si actualmente también será interesante.
Tengo buen recuerdo de mis compañeros de colegio, al menos los que recuerdo de los últimos cursos, pues para los primeros se me pierde la memoria. Había una serie de niños que me hacían la vida interesante con sus juegos, chistes, habilidades, detalles de humor, bromas, imitaciones, y comentarios ingeniosos y filosóficos. Pensé –supongo que les pasa a todos los niños- que luego el resto del país iba a ser así, pero he comprobado que no. A un par de antiguos compañeros míos he oído decir, pasada la cuarentena, que cuesta encontrar “calidad” en España, que el ambiente no es lo que esperaban; eso coincide con mi experiencia, con mis expectativas frustradas.
Me gustaría consignar aquí recuerdos detallados, con nombres concretos, de ocurrencias diversas que tuve la suerte de ver y oír de algunos de mis compañeros, pero no lo voy a hacer, pues apenas serían de interés para nadie más que para mí, y a lo mejor esas personas no querrían ser aquí nombradas. Por cierto que todos son hombres, ello a pesar de que la enseñanza que recibí desde niño fue mixta en algunos cursos.
Estoy pensando, al decir todo lo anterior, en el grupo de escolares que terminamos la primera promoción de E.G.B. en el año 1975, tutorizados por Ángel Estrada, a la sazón director del colegio de “las nacionales”. Después me enteré de que, por lo visto (don Ángel se lo había dicho a mi padre; a nosotros nunca nos lo dijo), éramos “el mejor grupo” que había tenido. Así que las expectativas que yo tenía podían estar influidas, sesgadas, por esa extrapolación engañosa. En todo caso, también después, durante mis años de adolescencia, pude disfrutar de un buen nivel de ingenio, cultura y curiosidad con amigos corraliegos, por ejemplo en las reuniones y excursiones que hice con mis amigos y conocidos en el entorno de Acción Católica. Por eso me chocó, cuando diez años después hablé con un profesor santanderino que había enseñado literatura en Corrales, que me dije que en este pueblo había encontrado un alumnado “muy ignorante”. Razón no le faltaría en su apreciación, ya que él había trabajado en otras localidades. Quizá de un año a otro pueden cambiar las cosas mucho, o en un mismo año pueden ser las cosas muy diferentes según los ambientes en que te muevas.
Gente interesante conocí también en la “mili”. Hablo de aragoneses, catalanes, alicantinos. No me aburrí con ellos, y casi repetiría servicio militar, por ellos, si el cuerpo me aguantase.
Asimismo encontré personas de interés en Sevilla y en los pueblos de Córdoba donde trabajé. Observé por allí cosas, y me dijeron algunos cosas, que aún me hacen pensar.
A mi vuelta a Cantabria, hace ya treinta años, ya no fue lo mismo. Tal vez la gente que tiene más que aportar (o que me parece a mí que tiene más que aportar) se ha ido otros lugares. Desde que volví a Cantabria, lo mismo en los ambientes de trabajo que fuera de ellos, mi vida ya no es lo mismo.
Se me podrá decir que no estamos en este mundo para que el mundo nos dé gusto a nuestros gustos. Es verdad, sobre todo para quien piensa, como yo, que no estamos en este mundo para nada en concreto.
Se me podrá decir que al fin y al cabo vivo lo suficientemente bien como para tener tiempo de preocuparme por la “calidad” de las personas que conozco, y si me aburro o no me aburro. Que, si quiero hacer con mi vida algo que merezca la pena, puedo dedicarme a ayudar a esas personas que no tienen lo básico como yo sí lo tengo.
Pero no quita lo uno para lo otro. Creo que las personas nacemos con unas ciertas necesidades, por así decir, de estímulo ambiental; a unos les pone buen cuerpo que haya mucha luz, otros necesitan ser achuchados (a otros les molesta), otros descubren que alguien les escucha constantemente (o al menos haga como que les escucha), etc. Y hay personas que no alcanzan un buen estado psicosomático hasta que la casualidad les pone en una determinada situación, y entonces se dicen: “Ah, yo he estado siempre echando en falta esto, lo que pasa es que, como no lo conocía, ni lo sabía”. Otros, en fin, seguramente no llegan a conocer nunca lo que les vendrían bien para disfrutar de un estado “normal”.
Yo solo sé que me gustaba, y me parecía muy normal, ver a mis compañeros hacer cosas ingeniosas de vez en cuando. Y, aunque tenga bastante asumido que el país (el mundo, tal vez) no es así, no puedo evitar echarlo en falta. ¿Tuvo algo que ver “la fábrica” en la formación, o en la conjunción, de esas personalidades?
Adolfo Palacios
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