El Tiempo en Corrales de Buelna,Los

01 octubre 2023

LA ALEGRÍA DE TENER COCHE

Cada época tiene sus sentimientos, y es interesante reflexionar sobre los sentimientos que solía tener la gente, o nosotros mismos, en un tiempo pasado, a veces sin que sepamos bien por qué ese cambio, quizá solo por lo que Ortega y Gasset llamaba “la altura de los tiempos”: eso de que la visión de la vida vaya cambiando, imperceptiblemente, en la sociedad, con el paso de las décadas.
Yo creo que tener coche, hoy día, es aburrido, en comparación con lo que era en los años 60-70. Los coches son hoy más seguros, más potentes; tienen aire acondicionado y todo tipo de sistemas, pero les falta ese componente épico-familiar, que podríamos equiparar, por ejemplo, a la tortilla de patatas en fiambrera que antiguamente llevábamos en las excursiones.
Para empezar, antes, los coches tenían matrícula. Ya sé que hoy también la tienen, pero es que, antes, veías un coche y decías: “Ahí van unos de Sevilla”, o de Valladolid, o de donde fuera. Y, como lo de las autonomías –o nacionalidades- no había calado tanto aún, y el sentimiento unitario nacional estaba vigente, pues te parecía exótico, y un reencuentro al mismo tiempo, el ver un coche (o incluso a sus “moradores”) que fueran de ese sitio que a ti te habían enseñado en la escuela que existía, o de ese sitio donde habías hecho la mili, etc. Se solía completar, además, la información de la matrícula, con alguna pegatina anexa, en la luna trasera (o incluso en las laterales), relativa a algún elemento natural o arquitectónico que hiciese ostentación, por todo el solar patrio, de alguna riqueza propia del terruño.
Porque el coche se decoraba. Y no parecía haber aburridas restricciones legales a ello: en la bandeja trasera podíamos ver al consabido perrito que meneaba la cabeza, que tanta compañía nos hizo en las interminables travesías de aquellos años, cuando no había autopistas más que por los alrededores de Madrid. Y cuando no era el perrito, era algún carro de madera tallada, o alguna otra “obra de arte” que algún componente de la familia exhibía, orgulloso, para pasmo y disfrute de los circulantes.
Música no había, al menos al principio, en los coches; pero no pasaba nada, porque la gente cantaba, canciones que sabías que todo el mundo sabía y que, creías, iban a estar vigentes para siempre; cantar, era subirse en la ola de la armonía eterna y comunitaria. En medio del sudor y del calor –no sé si alguien echaba en falta el aire acondicionado-, quien cantaba, “su mal espantaba”. Y no creamos que había pantallas en las caras traseras de los reposacabezas (si es que había reposacabezas), para que los niños fueran entretenidos y callados; los niños –que iban sin cinturón ni nada, quizá con algún juguete y gritando entre ellos, cuando no recibían algún manotazo- aguantaban mecha todo el viaje, quizá parando algún rato para disfrutar de la sombra de algún árbol, o simplemente para vomitar. Hoy, no suele haber muchos niños en los coches –ni en ninguna parte, vaya-, pero desde luego que se enteran bastante menos de que han hecho un trayecto.
Y había aquellas pegatinas de “Bebé a bordo”, o con mensajes equivalentes; la de “bebé a bordo” todavía existe, pero hoy día con un cariz más neutro, más meramente informativo; antaño, el mensaje venía acompañado de algún dibujillo alusivo a algún crío travieso, que evidenciaba la alegría, o supuesta alegría, de tener niños bullendo al lado.
Y no solo esa pegatina; pegatinas, había de todos tipos, y parecía que nadie temiera que le afeasen el vehículo: estaba la de “Soy del Betis”, o la de “(L)A costa del suegro”, o la de “Toi cansao”; y luego estaban las de figuras, como la del trébol, o la lengua de los Rolling, o el conejito de Play Boy... El coche era una feria, una celebración; se adornaba, como diciendo: “Mira lo que he comprado para mi familia, yo también tengo coche, a ver cuándo lo tienes tú, ¿eh?”. El coche, y sus salidas de verano o de fin de semana, era (a nuestra manera, como antes lo había sido para la juventud rocanrolera en EE. UU.) un símbolo nacional, un concentrado de la alegría por la expansión de la vida propia y la familiar.

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