Es sabido que Arturo Pérez-Reverte ha sido uno de los académicos que más han defendido el uso de la tilde en la palabra solo.
Hace unos días decía un colega suyo que, este asunto de la tilde en solo, más que servirnos para pensar en ortografía, nos ha servido para evidenciar el modo de ser de cada uno. Yo recuerdo que, hace ya bastantes años, Pérez-Reverte publicó un artículo en el que defendía el uso del sombrero. Lamentaba que la gente no llevase ya sombrero por la calle, daba vueltas a la cuestión a lo largo del escrito, sin aportar nada definitivo, y acababa concluyendo que eso del sombrero era necesario aunque solo sea para que podamos diferenciar a la gente cabal de los imbéciles. Estoy citando de memoria, pero la idea, y la expresión, venían a ser esas.
Le comprendí, la verdad. Lo cual no quiere decir que estuviera de acuerdo con él. Creo que supe a qué se refería –aunque él, a mi parecer, no hubiera acertado a expresar del todo lo que tenía en mente-. Pensé, y aún pienso, que había algo válido en su modo de pensar, o al menos algo que era digno de tener en cuenta; algo que no se suele señalar. Otra cosa es que aquella idea hubiera de acompañarse con una descalificación moral, como Pérez-Reverte nos tiene acostumbrados; pero es que incluso eso puedo entenderlo, no sé ya si secundarlo.
Para explicarlo, he de rememorar un episodio de mis primeros años de maestro. Recuerdo que tenía un grupo de alumnos, niños de seis o siete años, que todo el día me estaban llamando: “¡Adolfo!, ¡Adolfo!”, y un día me dio por decir la tontería de que me estaban gastando el nombre y que, a partir de entonces, me tenían que llamar Jaime.
Di por sentado que iban a poder asumir el cambio (por aquel entonces no estaba yo muy al cabo de la calle en cuanto a las capacidades habituales en el ser humano), pero me encontré con que casi ningún alumno se acordaba, en los días siguientes, de lo que yo les había dicho. Para ser más exactos, sólo dos niñas se acordaban de llamarme por el nombre nuevo. Eran dos niñas que en el recreo solían estar conmigo, interesadas en la afición por la música, y por otras cosas, que yo intentaba promover. Dos buenas estudiantes. Recuerdo que una de ellas, cuando nos vimos un par de años después, por la calle, se dirigió a mí por el nombre de Jaime; hasta tal punto lo había asimilado.
Después, con los años, he visto que eso no es nada frecuente. Y sin embargo me parecía una facultad fundamental, esa de poder tener en cuenta “algo” (lo que sea), antes de actuar, antes de intervenir en el mundo; no dirigirse a la acción llevado por la propia acción o por la mera costumbre, sin más. Por ejemplo, el “piensa globalmente, actúa localmente” de los movimientos ecologistas, no puede realizarse sin este factor. O la responsabilidad en general, entiéndase como se quiera, depende de esto. “Corteza blanca”, “lóbulo prefrontal” del cerebro, probablemente. La impulsividad sería un ejemplo en contrario. Por aquel entonces, ese “tener antes en cuenta” me pareció que podía llamarse inteligencia, hoy no lo tengo tan claro, pero, en cualquier caso ¿no sería mejor una sociedad donde mucha gente pudiera comportarse así?
Nietzsche decía que, a este animal que llamamos ser humano, le había costado muchos siglos hacer de sí mismo alguien capaz de cumplir promesas; se refería a que el homo sapiens, con la civilización (así lo veía él), hubiera llegado a poder acordarse de en qué hemos quedado, y cumplir con ello, en vez de ser llevado alegre e irreflexivamente por el momento, por la situación. Ser capaz de tener “algo más” en la cabeza.
Bien, pues creo que en lo del sombrero hay algo de eso. Es una cuestión arbitraria, se trata del sombrero como podríamos decir cualquier otra cosa, pero se trata de introducir un factor –sin importancia en sí- que haga detener el paso a la gente, un milisegundo, antes de hacer nada: “Voy a salir a la calle, ¿hay algo que tenga que hacer, antes de salir?”. Recuerdo que un colega mío defendía la existencia del servicio militar, “aunque no sirva realmente para nada, sólo para que la gente sepa hacer algo que no le apetece”.
El detalle arbitrario cumpliría en realidad dos funciones, como mi petición de cambio de nombre: introducir en la sociedad una nueva cosa a tener en cuenta, para que la gente tome –o no tome- el reto de probarse a sí misma (y ejercitarse) en esa facultad, y a la vez permitir detectar, por quien esté interesado, a quienes no son capaces de integrar el factor arbitrario. O no tienen la voluntad de hacerlo. –O ambas cosas-. Cuando uno da mucha importancia a esa voluntad, y piensa que es un deber moral que cada uno, en esta sociedad, se esfuerce en gobernarse férreamente a sí mismo, fácilmente se puede llegar a catalogar de imbéciles o desgraciados a quienes no lo hacen.
La tilde, en este caso, hace la misma función. Imaginemos que damos vía libre en la ortografía, que cada uno escriba como quiera; supongamos que los textos correctos no se diferenciasen, entonces, demasiado de los incorrectos, y que la expresión no sufriese, siendo indiferente el escribir de una manera o de otra. ¿Tendría alguna otra importancia la ortografía, aparte de su trascendencia propiamente ortográfica? Para muchos –creo que no para todos- la tendría, ya que permitiría distinguir a quienes son capaces de hacer “algo inútil”, injustificado, en medio de las actividades cotidianas, de los que no son capaces, o no lo han estimado importante.
Es como el poseer un título universitario, o un doctorado, o un grado de formación profesional, o un idioma más… a la hora de acceder a un puesto de trabajo cualquiera: “Ya, ya sé que puede ser más competente alguien que ni siquiera tenga estudios; ya sé que esa carrera que ha estudiado no tiene nada que ver con el trabajo… Pero, a mí, dame alguien con estudios, alguien que haya sido capaz de hacer una carrera, la que sea”. Es decir, alguien que haya demostrado –y se haya demostrado a sí mismo- que es capaz de someterse a ese régimen, esa disciplina, y de sacarse un título.
Treinta y cinco años después de haberme llamado Jaime, sigo preguntándome, sin embargo, hasta qué punto no habrá algo de prejuicio en este punto de vista; hasta qué punto no me pareceré demasiado a Pérez-Reverte. Cierto que no me gustan las ideas educativas que propugnan dar “libertad” y que el niño se desarrolle a su aire, como la paloma de la que Kant hablaba, que se imaginaba que, sin la resistencia del molesto aire, sus alas podrían permitirle volar con más soltura. Pero no acabo de tener claro hasta qué punto es necesario promover, en todos los ciudadanos, esa facultad de automatizar… la prevención ante los automatismos.
Adolfo (Jaime) Palacios.
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