Se llaman a sí mismos, “personas sinceras”. Pero en el fondo, como diría el filósofo de la noche Pocholo, son “insinceras”. No se trata de que mientan, sino que su verdad es tan innecesaria como subjetiva. Pondré un ejemplo. Se me acercó una vez una persona que hace años que no veía, ni falta que hace, y me suelta como si descubriera América: "¡Qué de canas tienes y a ver si tomas más el sol, que pareces un enfermo!". Y tú le miras y te dan ganas de decir que resulta patético que para disimular la calva se peine las cejas hacia atrás y que parece mayor que tu padre. Gente que argumenta que siempre hay que decir lo que se piensa. No hablo del familiar o el amigo cercano que te da su opinión, pese a que duela. Sino de quien te la suelta aunque no te interese ni tenga galones para hacerlo. Aquí tienes más ejemplos como éstos:
El que te dice que tu coche es una mierda, que deberías haber comparado otro y te lo suelta apenas lo has sacado del concesionario.
Tres cuartos de lo mismo para esa casa, en la que te has dejado tus próximos 40 años de vida. "¿Qué pequeña, no?, bueno, mejor para limpiar".
Los que en medio de tu boda te dicen que en la de fulanito y menganita sí que se lo pasaron bien y comieron de cine.
Qué decir de quienes no dudan en soltar a una pareja "No entiendo cómo no tenéis niños, os vais a arrepentir, se os va a pasar el arroz…". Eso, cuando no van más allá y preguntan el motivo: "¿Por qué no los tenéis…es cosa tuya o de él…deberíais adoptar, me parece muy egoísta no traer niños al mundo". Y tú te quedas rumiando: "Y a mí me parece injusto que no pidan carnet para ser padre y madre porque tus hijos van a salir tontos del culo".
Alguno dirá que, ante la sinceridad, podemos responder con sinceridad al cuadrado. Pero no. Porque nos han educado con eso que llamamos “mentira piadosa”. Una práctica poco valorada y que algunos pondríamos en un altar. Porque es la que mantiene empresas, familias, amistades y hasta parejas. No hablo de mentir sobre grandes temas, sino sobre pequeñas cosas. Lo que viene a ser diplomacia y que un servidor llama educación.
Como la que utilicé no hace mucho. Nos encontramos con una vieja conocida que en su tiempo era un bombón. Pero los años le han caído como losas. No solo en lo físico. Es más joven que yo y conozco abuelas menos antiguas. Pero le saludamos como si fuera la de siempre. Ella en cambio le soltó muy seria a uno de los presentes que había engordado y que “se había dejado”, a mí que no me perdona que no le llame y que soy “un mal queda”. Cuando la vimos marchar, mi amigo me preguntó por qué no habíamos dicho nada. Y yo le dije: "Podríamos haberle soltado que está como un tonel, que sabemos que su estatus económico es un bluf, que su marido se la pega noche sí, noche también, que a su hijo le falta un hervor y a su madre deberían encerrarla, que si no le llamo es porque no la aguanta ni dios, que tiene una halitosis que tira para atrás y que aquello de que 'habían ido a por el niño y que no era de penalti' -después de haber puesto a caldo a todas las de la cuadrilla no se lo creyó ni Petete, el del Libro Gordo-. Pero no lo hicimos. Por no herir sus sentimientos. Y porque la sinceridad, cuando no viene a cuento, es dañina". Así que un aviso a los eternamente sinceros: ese exceso de sinceridad, a la hora de hablar del otro, suele esconder el temor a sincerarse con uno mismo.
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