04 julio 2018

YO IBA PARA PROFESOR DE INSTITUTO

Hace treinta y seis años que soy ferroviario. Mi caso no es singular. Si hay algo que compartimos los ferroviarios es que venimos para quedarnos. La singularidad está en los momentos que vivimos cada uno. ¡Disfrutémoslos! Yo iba para profesor de instituto El 24 de febrero de 1981 tenía que examinarme de Métodos Matemáticos de la Física II, la última asignatura que me quedaba para acabar la carrera —o acabar con mi carrera, que ambas posibilidades eran factibles—. No pudo ser.
El 23 de febrero de 1981, a las seis en punto de la tarde, empezó en el Congreso de los Diputados la segunda votación nominal para la investidura de Leopoldo Calvo-Sotelo como presidente del Gobierno. Transcurridos apenas veinte minutos, irrumpieron en el hemiciclo un grupo de doscientos guardias civiles comandados por el teniente coronel Antonio Tejero que, desde la tribuna y pistola en mano, gritó: «¡Quieto todo el mundo!». Y esa parálisis que demandaba el golpista trastocó todos los planes previstos no solo en el hemiciclo, sino también en todo el país. Afortunadamente, con la intervención del rey y la serenidad y voluntad expresada por los representantes políticos y la inmensa mayoría de la población, el golpe pudo ser abortado. Una gran satisfacción y no poco alivio fueron los sentimientos que invadieron la calle. Un par de días después pude realizar el examen que el golpe había truncado y, afortunadamente —no sé si con intervención divina de por medio; regia, desde luego que no—, aprobé la maldita asignatura y acabé mi carrera. Ya era licenciado en Ciencias Físicas, con la especialidad de Electrónica, por la Universidad de Santander. Un gran alivio y un poquito de satisfacción fueron los sentimientos que me invadieron. Había acabado la mili en enero y la carrera en febrero, y continuaba mi camino que, tácitamente, estaba orientado a la enseñanza. Además de la licenciatura necesitaba realizar el Curso de Aptitud Pedagógica (CAP) para poder opositar y en ello estaba, preparando un trabajo en casa para ese curso, cuando sonó el teléfono.
—Sí, dígame.
—¿Podría hablar con Agustín Ruiz, por favor?
—Sí, soy yo, dígame. Aquí, mi interlocutor hizo una breve pausa y me gritó; literalmente, me gritó:
—¿¡Usted no quiere ingresar en Renfe!? Me había asustado, y aquí la breve pausa la hice yo. No sabía a qué se refería la pregunta y no entendía el tono. ¡Ah, sí! A algo de Renfe nos habíamos presentado José Miguel, un compañero de facultad y paisano del pueblo, y yo. Nos fuimos a examinar a Valladolid. Ya con esa idea, quizá algo confusa, pero que proporcionaba un poco de contexto al grito, pude contestar. —Sí, claro, naturalmente que sí.
En paralelo al CAP, «brujuleábamos» las ofertas del mercado de trabajo y nos presentábamos, si podíamos, a casi todo lo que se ofrecía. Operador técnico en Telefónica; factor, ayudante de Oficio y visitador en Renfe... Era más un ejercicio de prácticas que una búsqueda formal de trabajo. No sabíamos exactamente a qué nos presentábamos. No preparábamos nada; íbamos con lo puesto. Las exigencias de cualificación de las ofertas a las que optábamos nos permitían —o nosotros pensábamos que lo hacían— este atrevimiento.
El Diccionario de la Real Academia define casualidad como la ‘combinación de circunstancias que no se pueden prever ni evitar’. Posteriormente supe que la persona que me gritó al teléfono era el experto laboral de Santander y que su llamada obedecía a un problema burocrático que había alterado el proceso —la comunicación con los aspirantes debía haber sido de otra manera— y a una cierta premura —en apenas tres días teníamos que incorporarnos a un curso de preparación en Valladolid—; de ahí el tono.
A José Miguel no lo llamaron, y acabó en la enseñanza. Yo ingresé —curioso el término— en Renfe.

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