El 24 de diciembre de 1981 me presenté, con dos compañeros de promoción — otro término curioso este—, en Torrelavega, Cantabria, para iniciar el período de prácticas como factores autorizados para la circulación. El Gabinete de Circulación parecía el camarote de los hermanos Marx: el jefe de estación, el factor de circulación, los especialistas, el factor de taquilla, el factor de paquetería... ¿Nos estaban esperando? ¡No!, era Nochebuena y todo el mundo estaba contando sus planes para esa noche y el día de Navidad. No nos prestaron demasiada atención, pero sí les dio tiempo a decirnos —no recuerdo quién, aunque todos asintieron—: «Niños, en esta casa está todo hecho; solo hay que conservarlo». Fue la primera sentencia (resultado de los usos y costumbres, de las creencias establecidas y de las verdades a medias) que escuchamos y que en el ámbito en que se expresaba funcionaba como ley. Fue el primer paradigma ferroviario que aprendimos y también el primero que vimos desmoronarse.
En febrero de 1982 presté mi primer servicio como factor de circulación en la estación de Montabliz, que, en condiciones normales, se encontraba cerrada y sin personal. Una gran nevada había dejado fuera de servicio el control de tráfico centralizado (CTC) entre Reinosa y Bárcena de Pie de Concha, y fue necesario abrirla y establecer un bloqueo telefónico de vía única. Montabliz tiene dos vías y mi único cometido era efectuar cruces: un tren estacionaba, yo establecía paso directo para el otro y, después, expedía el tren estacionado. Muy complicado no era. La primera noche hice tres cruces. El trabajo tampoco abrumaba. Aun así, nunca en mi vida he mirado tan fija y persistentemente nada como aquel cuadro de señales. El especialista que estaba conmigo no paró de reírse; eso sí, con mucho cariño.
Pasó el tiempo, dejé de mirar fija y persistentemente los cuadros de señales y presté servicio en otras estaciones, todas en Cantabria. Bárcena de Pie de Concha, con la leche Collantes; Los Corrales de Buelna, con el alambrón de Nueva Montaña Quijano; Torrelavega, con el ramal de Solvay y su carbonato sódico y derivados...; distintas fábricas y distintos productos que facturábamos y transportábamos por ferrocarril en vagones, plataformas y tolvas a diferentes destinos. En ese tiempo aprendí otro paradigma ferroviario que sintetiza las características de un buen servicio: «Los trenes, por su vía; y el dinero, a pagaduría». Ni el literal parece tan exacto —otras fuentes cambian dinero por pesetas y pagaduría por tesorería— ni el significado tan sencillo, pero, desde luego, este sí; este aún sigue vigente.
Y así, sin apenas darme cuenta, pasaron cinco años, ejerciendo con la gorra de funda roja, el silbato y el banderín. Mis padres siempre pensaron que ese trabajo iba a ser algo circunstancial y efímero, pero conforme pasaba el tiempo, y aquello perduraba, empecé a percibir en ellos un cierto desconsuelo. Se habían sacrificado mucho para que yo fuese a la universidad y esperaban que eso me proporcionase un trabajo de mayor relevancia. También la familia, los amigos e incluso los compañeros de trabajo me animaban a buscar alternativas más acordes con la formación recibida. Pero yo me sentía cómodo. Me había instalado en lo que luego supe que se llama zona de confort y rebatía sus argumentos con frases lapidarias del tipo: «¿Por qué no puedo ser feliz haciendo lo que hago, incluso durante toda la vida? Estoy cerca de casa, de los amigos y de la familia, ¿qué más puedo pedir?». Posteriormente comprendí que la vida laboral es larga y la ley de la gravedad, insoslayable.
En febrero de 1982 presté mi primer servicio como factor de circulación en la estación de Montabliz, que, en condiciones normales, se encontraba cerrada y sin personal. Una gran nevada había dejado fuera de servicio el control de tráfico centralizado (CTC) entre Reinosa y Bárcena de Pie de Concha, y fue necesario abrirla y establecer un bloqueo telefónico de vía única. Montabliz tiene dos vías y mi único cometido era efectuar cruces: un tren estacionaba, yo establecía paso directo para el otro y, después, expedía el tren estacionado. Muy complicado no era. La primera noche hice tres cruces. El trabajo tampoco abrumaba. Aun así, nunca en mi vida he mirado tan fija y persistentemente nada como aquel cuadro de señales. El especialista que estaba conmigo no paró de reírse; eso sí, con mucho cariño.
Pasó el tiempo, dejé de mirar fija y persistentemente los cuadros de señales y presté servicio en otras estaciones, todas en Cantabria. Bárcena de Pie de Concha, con la leche Collantes; Los Corrales de Buelna, con el alambrón de Nueva Montaña Quijano; Torrelavega, con el ramal de Solvay y su carbonato sódico y derivados...; distintas fábricas y distintos productos que facturábamos y transportábamos por ferrocarril en vagones, plataformas y tolvas a diferentes destinos. En ese tiempo aprendí otro paradigma ferroviario que sintetiza las características de un buen servicio: «Los trenes, por su vía; y el dinero, a pagaduría». Ni el literal parece tan exacto —otras fuentes cambian dinero por pesetas y pagaduría por tesorería— ni el significado tan sencillo, pero, desde luego, este sí; este aún sigue vigente.
Y así, sin apenas darme cuenta, pasaron cinco años, ejerciendo con la gorra de funda roja, el silbato y el banderín. Mis padres siempre pensaron que ese trabajo iba a ser algo circunstancial y efímero, pero conforme pasaba el tiempo, y aquello perduraba, empecé a percibir en ellos un cierto desconsuelo. Se habían sacrificado mucho para que yo fuese a la universidad y esperaban que eso me proporcionase un trabajo de mayor relevancia. También la familia, los amigos e incluso los compañeros de trabajo me animaban a buscar alternativas más acordes con la formación recibida. Pero yo me sentía cómodo. Me había instalado en lo que luego supe que se llama zona de confort y rebatía sus argumentos con frases lapidarias del tipo: «¿Por qué no puedo ser feliz haciendo lo que hago, incluso durante toda la vida? Estoy cerca de casa, de los amigos y de la familia, ¿qué más puedo pedir?». Posteriormente comprendí que la vida laboral es larga y la ley de la gravedad, insoslayable.
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