Y después del quinto año llegó el sexto con la misma rutina; muchas tardes, muchas noches, pidiendo y concediendo vías, recibiendo y expidiendo trenes, haciendo y deshaciendo maniobras... En el trabajo te pasan cosas de esas que no deseas: se te «cae» algún vagón, talonas alguna aguja, retrasas algún tren..., pero lo asumes y continúas porque «esas cosas no le pasan al cura del pueblo»; esas cosas solo te pueden pasar si trabajas en el ferrocarril, y es un riesgo que hay que minimizar, pero que siempre estará presente.
La vida continuaba sin sorpresas, pero el escenario cambió y empezaron a aparecer oportunidades. Se demandaban internamente titulados universitarios para puestos directivos, y yo lo era. Las convocatorias se sucedían y la rutina se repetía: me apuntaba, me desplazaba a Madrid, realizaba las pruebas pertinentes y volvía a trabajar a la estación... consciente de que no tenía ninguna posibilidad de conseguir el puesto. Como cuando ingresé, iba con lo puesto, no preparaba nada, pero ahora las exigencias de cualificación de las ofertas no permitían semejante atrevimiento.
Al principio fue como un juego. Iba, volvía y nunca conseguía nada, pero la zona de confort siempre estaba ahí. Y así, una, y otra, y otra vez, hasta que llegó el detonante que sacó a la luz mi frustración. En esta ocasión no fue una convocatoria pública. Me llamaron directamente. Se iba a poner en funcionamiento un nuevo centro de formación interna e iban a seleccionar el profesorado entre los titulados universitarios que nos encontrábamos desarrollando otras funciones como personal operativo.
A mí, como licenciado en Físicas, me llamaban para algo relacionado con la informática. Nada sofisticado: MS-DOS (sigla deMicrosoft Disk Operating System; es decir, sistema operativo de disco de Microsoft) y poco más, pero yo no estaba preparado. En los últimos seis años no había estudiado nada más allá del Reglamento General de Circulación y las tarifas de mercancías y viajeros. Intenté saber de qué iba aquello antes de ir, pero no fue posible. Incluso lo que catalogas de «poco sofisticado» precisa de estudio y tiempo para conocerlo. Fui a Madrid con Javier, un compañero de Santander que era físico, como yo, pero que sabía, no como yo. Me examiné de la parte técnica y luego tuve la entrevista.
El examen previo había sido un desastre. Entré derrotado. Mi entrevistadora se dio cuenta y podría haber solventado el trámite con una faena de aliño de unos pocos minutos, pero ¡no! Me dedicó tiempo, mucho tiempo, e intentó por todos los medios levantarme el ánimo. Nos sentamos uno enfrente del otro, con una mesa de por medio; ella con una carpeta en sus manos y yo sin saber qué hacer con las mías.
—Hola. ¿Te llamas Agustín?
—Sí.
—¿Eres físico?
—Sí.
—¿Trabajas en Torrelavega?
—Sí.
—¿Vives allí?
—No.
Y así, con esta colección de respuestas monosilábicas, podríamos haber continuado hasta la eternidad, pero ella, al contrario que yo, no estaba dispuesta a bajar los brazos. Hojeó el contenido de la carpeta y siguió inquiriéndome sobre mis orígenes, mis estudios, mi trabajo, mi familia, mis aspiraciones... Poco a poco, fue sacándome respuestas más allá del monosílabo hasta lograr una confesión casi completa. Escuchó pacientemente la enumeración de mis lamentos, el desglose de las múltiples circunstancias que me habían impedido continuar con mi desarrollo y mi firme propósito de aprender en muy poco tiempo aquello que debía saber y no sabía. Escuchó con interés, insistió en que no descartase aún la posibilidad de ser seleccionado en esta convocatoria, pero que —fuera cual fuese el resultado— mantuviese siempre la presencia de ánimo porque habría más oportunidades.
—Seguro que sabes muchas cosas que no me has contado. Piénsalo un instante y dime: ¿qué sabes hacer?
Y yo, ni corto ni perezoso, le respondí:
—¡Escuchar!
A ella se le dibujó una sonrisa en la cara, que no fue para nada ofensiva, y me despidió de forma muy considerada. No era la primera vez que realizaba una entrevista de este tipo, pero esta había sido distinta. Por primera vez, al volver a trabajar a la estación, me empecé a preguntar: «¿Y así, haciendo esto, voy a estar toda la vida?». Por primera vez fui consciente de que mi frase lapidaria, esa de «¿por qué no puedo ser feliz haciendo lo que hago…?», empezaba a caérseme encima. La semana siguiente fue complicada. A pesar de los hechos, me seguía aferrando a la posibilidad de conseguir el puesto. No había ninguna lógica que justificase esa esperanza, pero... La noche —estaba de turno de noche— no planteaba demasiados problemas. Por la noche no te llaman. La tensión se agudizaba por el día. Volvía de trabajar, me acostaba y era incapaz de dormir, atento al sonido del teléfono. Si te llaman para decirte que te han seleccionado, lo hacen en horas de oficina.
Una mañana sonó el teléfono. Oí cómo mi mujer lo descolgaba y, por la conversación, deduje que era la llamada esperada, pero colgó y no vino a despertarme. Estuve tentado de permanecer en la cama, pero no lo pude resistir. Me levanté, abrí la puerta de la habitación y le pregunté:
—¿Han llamado?
—Sí, ha llamado Javier.
—¿Qué te ha dicho?
—Que lo han llamado de Madrid. Lo han seleccionado.
No hizo falta decir más. En ese momento, todo se volvió oscuro. «¿Estas cosas tampoco le pasarán al cura del pueblo?», me pregunté. «Pues sí, creo que sí», me contesté.
Esa crisis de fe, provocada por el desmoronamiento del escenario construido, y la falta de ánimo para construir uno nuevo, seguro que también le pueden pasar al cura del pueblo, pero constatar este hecho no supuso ningún alivio.
La vida continuaba sin sorpresas, pero el escenario cambió y empezaron a aparecer oportunidades. Se demandaban internamente titulados universitarios para puestos directivos, y yo lo era. Las convocatorias se sucedían y la rutina se repetía: me apuntaba, me desplazaba a Madrid, realizaba las pruebas pertinentes y volvía a trabajar a la estación... consciente de que no tenía ninguna posibilidad de conseguir el puesto. Como cuando ingresé, iba con lo puesto, no preparaba nada, pero ahora las exigencias de cualificación de las ofertas no permitían semejante atrevimiento.
Al principio fue como un juego. Iba, volvía y nunca conseguía nada, pero la zona de confort siempre estaba ahí. Y así, una, y otra, y otra vez, hasta que llegó el detonante que sacó a la luz mi frustración. En esta ocasión no fue una convocatoria pública. Me llamaron directamente. Se iba a poner en funcionamiento un nuevo centro de formación interna e iban a seleccionar el profesorado entre los titulados universitarios que nos encontrábamos desarrollando otras funciones como personal operativo.
A mí, como licenciado en Físicas, me llamaban para algo relacionado con la informática. Nada sofisticado: MS-DOS (sigla deMicrosoft Disk Operating System; es decir, sistema operativo de disco de Microsoft) y poco más, pero yo no estaba preparado. En los últimos seis años no había estudiado nada más allá del Reglamento General de Circulación y las tarifas de mercancías y viajeros. Intenté saber de qué iba aquello antes de ir, pero no fue posible. Incluso lo que catalogas de «poco sofisticado» precisa de estudio y tiempo para conocerlo. Fui a Madrid con Javier, un compañero de Santander que era físico, como yo, pero que sabía, no como yo. Me examiné de la parte técnica y luego tuve la entrevista.
El examen previo había sido un desastre. Entré derrotado. Mi entrevistadora se dio cuenta y podría haber solventado el trámite con una faena de aliño de unos pocos minutos, pero ¡no! Me dedicó tiempo, mucho tiempo, e intentó por todos los medios levantarme el ánimo. Nos sentamos uno enfrente del otro, con una mesa de por medio; ella con una carpeta en sus manos y yo sin saber qué hacer con las mías.
—Hola. ¿Te llamas Agustín?
—Sí.
—¿Eres físico?
—Sí.
—¿Trabajas en Torrelavega?
—Sí.
—¿Vives allí?
—No.
Y así, con esta colección de respuestas monosilábicas, podríamos haber continuado hasta la eternidad, pero ella, al contrario que yo, no estaba dispuesta a bajar los brazos. Hojeó el contenido de la carpeta y siguió inquiriéndome sobre mis orígenes, mis estudios, mi trabajo, mi familia, mis aspiraciones... Poco a poco, fue sacándome respuestas más allá del monosílabo hasta lograr una confesión casi completa. Escuchó pacientemente la enumeración de mis lamentos, el desglose de las múltiples circunstancias que me habían impedido continuar con mi desarrollo y mi firme propósito de aprender en muy poco tiempo aquello que debía saber y no sabía. Escuchó con interés, insistió en que no descartase aún la posibilidad de ser seleccionado en esta convocatoria, pero que —fuera cual fuese el resultado— mantuviese siempre la presencia de ánimo porque habría más oportunidades.
—Seguro que sabes muchas cosas que no me has contado. Piénsalo un instante y dime: ¿qué sabes hacer?
Y yo, ni corto ni perezoso, le respondí:
—¡Escuchar!
A ella se le dibujó una sonrisa en la cara, que no fue para nada ofensiva, y me despidió de forma muy considerada. No era la primera vez que realizaba una entrevista de este tipo, pero esta había sido distinta. Por primera vez, al volver a trabajar a la estación, me empecé a preguntar: «¿Y así, haciendo esto, voy a estar toda la vida?». Por primera vez fui consciente de que mi frase lapidaria, esa de «¿por qué no puedo ser feliz haciendo lo que hago…?», empezaba a caérseme encima. La semana siguiente fue complicada. A pesar de los hechos, me seguía aferrando a la posibilidad de conseguir el puesto. No había ninguna lógica que justificase esa esperanza, pero... La noche —estaba de turno de noche— no planteaba demasiados problemas. Por la noche no te llaman. La tensión se agudizaba por el día. Volvía de trabajar, me acostaba y era incapaz de dormir, atento al sonido del teléfono. Si te llaman para decirte que te han seleccionado, lo hacen en horas de oficina.
Una mañana sonó el teléfono. Oí cómo mi mujer lo descolgaba y, por la conversación, deduje que era la llamada esperada, pero colgó y no vino a despertarme. Estuve tentado de permanecer en la cama, pero no lo pude resistir. Me levanté, abrí la puerta de la habitación y le pregunté:
—¿Han llamado?
—Sí, ha llamado Javier.
—¿Qué te ha dicho?
—Que lo han llamado de Madrid. Lo han seleccionado.
No hizo falta decir más. En ese momento, todo se volvió oscuro. «¿Estas cosas tampoco le pasarán al cura del pueblo?», me pregunté. «Pues sí, creo que sí», me contesté.
Esa crisis de fe, provocada por el desmoronamiento del escenario construido, y la falta de ánimo para construir uno nuevo, seguro que también le pueden pasar al cura del pueblo, pero constatar este hecho no supuso ningún alivio.
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