El valle permanecía tranquilo. Un profundo silencio acentuaba la quietud del retrato norteño de brumas y nieblas.
Una escarcha gris se aposenta sobre prados, sembrados, árboles y flores. Sobre ese pétalo de rosa donde una gota de rocío simula una furtiva lágrima.
Los montes palidecen envueltos en la densa niebla. El río discurre en acuoso silencio. Un murmullo monótono y húmedo que acaricia las riberas donde asoman los verdes prados aprisionados entre paredes de brillantes piedras húmedas. Alguna zarzamora brota en ellas ofreciendo su fruto al caminante que deambula por la cambera que hacia el monte serpentea entre avellanos, saucos y algún castaño a cuyo pie yacen los erizos que semiabiertos muestran sus frutos. Un roble recio y erguido lo domina todo.
Un tren parte el silencio con un agudo pitido que, cual aullido desgarrador, se eleva al cielo al rodar la máquina sobre raíles ensangrentados.
El viento Sur comienza a gemir en melancólica sonata despejando del valle la niebla que lo oculta, dejando al descubierto la ajada belleza de unos montes desgarrados, torturados y atravesados por el progresivo avance de la era de las comunicaciones.
El gemido del viento, respuesta a la ausencia de la cueva, del nacimiento del río, de aquel prado donde ahora se eleva una montaña de tierra extraída de las entrañas del monte cercano, en donde dos bocas amenazan con devorarlo todo.
El destino reposa en dos negros senderos artificiales que ingeniosas mentes diseñaron para un calculado viaje hacia el porvenir.
Ese incierto porvenir donde no hay sitio ya para la fe, esperanza y caridad.
No hay ya anjanas en los bosques ni ángeles en el cielo que velen por los pasos de miles de criaturas haciendo camino al andar.
Cae la noche en un manto de estrellas sobre el valle.
Allá en la lontananza se divisa la luz que emana del solitario caserío.
En el balcón, la casi imperceptible figura del vigilante en su quietud.
Su figura parece pétrea, inanimada, más en sus ojos brilla la mirada profunda de quien lo mira todo, más nada quiere ver.
Su vista, cansada ya en la vigilia de la noche profunda parpadea haciendo un guiño a las estrellas.
El Sol mañana saldrá para todos.
Más no a todos alumbrará por igual.
Y el caprichoso destino jugará a la ruleta rusa de nuevo.
Como cada día.
Destino que aburre por prepotente, por harto conocido.
¡La cultura os hará libres! Dijo alguien.
Más su voz fue ahogada por el estruendo de los televisores vomitando grosería en salsa de tomate.
De nuestros corazones emana una canción que fluye hacia el cielo.
Un coro celestial que nunca tendrá fin.
Bajo los avellanos alguien acaricia una guitarra. Sus notas traen recuerdos de la Alhambra, de Aranjuez. A veces suena en un lamento quejumbroso. Ruido hiriente de cadenas. Negro algodón de Alabama.
Un tren parte en la noche sin rumbo fijo en busca de su destino más allá del puente metálico.
Allá donde crecen los olivos. Donde las aceitunas verdean bajo el cálido Sol. Donde todavía se canta por alegrías.
José Luis Solar Peña
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