Durante todo el tiempo que pasé ejerciendo de factor de circulación, viví con otro paradigma que se cumplía inexcusablemente: «Si quieres ascender, tienes que cambiar de residencia». No puedes ser profeta en tu tierra, y eso que vi en el ámbito de lo que denominamos personal operativo, lo viví en el ámbito de lo que denominamos personal de estructura. Mi primer ascenso me llevó a Madrid; el segundo, a Bilbao; el tercero me devolvió a Madrid; y el cuarto... —y por qué no; ya os hablé antes de mi optimismo congénito— el cuarto está aún por llegar y no sé a dónde me llevará.
Esta vez, mi viaje a Madrid había «cuajado» y volvía únicamente hasta que se solucionase el problema de mi relevo. El cambio siempre provoca vértigo. Pero no es un sentimiento progresivo. Lo sientes de golpe. Había aprobado y sabía que me iba a Madrid, pero no de forma inmediata. Tenía que venir otra persona a cubrir mi puesto y eso no se solucionaba de un día para otro. El proceso se dilataba y la impaciencia me consumía, pero por otro lado seguía en mi zona de confort. Seguía haciendo lo que dominaba, en el ambiente que conocía y viviendo en el mismo sitio de siempre. Hasta que un día me llamaron y mantuve una conversación como esta, o algo parecido:
—¡Enhorabuena!, ya te puedes ir.
—¿Y cuándo me voy?
—Cuando quieras. Llama a Madrid y habla con ellos.
Y llamé a «Madrid», y hablé con «ellos».
—Hola, buenas tardes. Me acaban de decir que ya me puedo ir.
—¡Pues vente!
—¿Y cuándo queréis que vaya?
—Mañana mismo. Cuanto antes mejor.
Cuelgas el teléfono y piensas: «¡Ya está!, ¡se acabó!». Es un contrasentido porque había conseguido mi meta, pero en ese momento no pensé en que algo empezaba; pensé en que algo se acababa y, de golpe, sentí vértigo.
Cuando llegas a un lugar nuevo en el que ni conoces a nadie ni te conoce nadie, te sientes acobardado, confuso, perdido, pero siempre aparece alguna persona que te arropa y te guía. Normalmente, son ellos los que toman la iniciativa, pero no viene mal estar atento para captar las señales. Posteriormente, el que tienes que ganarte el sitio eres tú, naturalmente, pero esa acogida inicial no tiene precio. Solo haciendo con otros lo que antes hicieron contigo puedes pagar los intereses, que no el capital, de esa deuda.
Fue un martes. No sé si la última semana de enero o la primera de febrero, pero fue un martes. No recuerdo la semana, pero estoy seguro del día y del año en que ocurrió: 1992. A las ocho y media de la mañana subía en ascensor a la cuarta planta del edificio situado en la avenida Ciudad de Barcelona, n.º 8, sede de la Dirección —General entonces— de Cercanías. Yo ya había estado allí antes, de visita, y tenía una idea del panorama que se vivía en esa planta, diáfana hasta más no poder. Pero ese día, precisamente ese día, había comité y estaban todos los responsables territoriales, que no eran pocos: Barcelona, Valencia, Murcia, Sevilla, Bilbao, San Sebastián, Santander... Y yo no conocía a nadie. El vértigo se acrecentó.
Tú sientes vértigo; en los demás provocas curiosidad. Mi primera estancia en Madrid fue producto de un salto de personal operativo a personal de estructura. Un salto cualitativo importante, por lo que nadie se cuestiona por qué vienes; es obvio. Las preguntas son más bien del tipo: «¿De dónde vienes? ¿Qué eras? ¿Qué eres?...». Son preguntas directas que responden a una curiosidad lógica y transparente. No hay nada subyacente. En otros momentos, sí lo hubo.
Superado el choque inicial, comencé a trabajar en un ambiente diferente, haciendo cosas completamente distintas a las que había hecho durante los últimos diez años. Día a día fui descubriendo las inmensas posibilidades de aprendizaje y acción que se me abrían en el nuevo puesto. La formación continua era una norma y los proyectos en los que trabajaba, a cual más interesantes. Disfrutaba con mi trabajo, pero había algo que me chocaba.
Cuando estaba de servicio en la estación, si me ausentaba de mi puesto de trabajo, ¡los trenes se paraban! Literalmente. La sensación de la importancia del trabajo era permanente y la comprobación de su utilidad, inmediata.
Ahora, sin embargo, si me iba de mi puesto, no solo no se paraba ningún tren; es que además, tenía la sensación de que nadie me echaba en falta. Hubo momentos en los que me pregunté: ¿servirá para algo esto que hago? El trabajo era distinto y los medios, los objetivos y los plazos, también. Tardé tiempo en darme cuenta de que, en mi nuevo trabajo, la perspectiva de aplicación debía ser más amplia y la comprobación de la utilidad, menos urgente.
Me pasé cuatro años trabajando —más que viviendo— en Madrid. Mi familia permanecía en el pueblo, al que yo volvía cada fin de semana. No era un bicho tan raro, no. En el talgo del viernes en el que volvía a casa, conocí a bastante personas que llevaban haciendo eso muchos más años que yo. Aquello, por tanto, pudo haber durado mucho más, pero al cabo de cuatro años me fui a Bilbao, a la Gerencia de Cercanías.
—¿Por qué?
—Porque pude.
El cambio implicaba un ascenso, sí, pero esa no era la razón fundamental. El ascenso podría haberlo conseguido de igual manera quedándome en Madrid. La razón del cambio, en esta ocasión, fue que en los cuatro años transcurridos desde mi llegada, mi familia y yo, como os he contado, no habíamos acabado de decidirnos sobre si ir o no a vivir a Madrid, pero lo que sí decidimos es que esa vida familiar de fin de semana, a cuatrocientos kilómetros de distancia, no podía continuar. Bilbao estaba más cerca, ¿y por qué no vivir allí?
Personas relevantes me dijeron, con la mejor intención, que, pensando en mi carrera profesional, esa no era una buena elección. Para crecer, uno viene del «territorio» a Madrid, y no a la inversa. Sin particularizar en mi caso, con una visión general, creo que tenían toda la razón, pero yo les contestaba, cómo no, con una de esas frases dignas de ser grabadas en una lápida: «Es una decisión comprometida y quizá tengáis razón, pero prefiero equivocarme yo a que otros se equivoquen por mí».
En mi opinión, es importante que tú lleves la iniciativa, que tomes tus propias decisiones asumiendo riesgos, pero hay que considerar todos los consejos y, sobre todo, ser más humilde con los consejeros.
A primeros de marzo de 1996 llegué a las oficinas de la Gerencia de Cercanías, en el edificio de la estación de Bilbao Abando, en la Plaza Circular. El hito no era tan novedoso como el traslado anterior —y quizá por eso no solo he olvidado la semana; también he olvidado el día—, pero volví a sentir el vértigo y a descubrir la curiosidad que generaba. Aquí, el motivo del cambio no era tan obvio y las preguntas que suscitaba no eran, como cuando llegué a Madrid: «¿De dónde vienes? ¿Qué eras? ¿Qué eres?...». Aquí, la pregunta, pensada, más que expresada directamente, era: «¿A qué viene este aquí?». La única respuesta lógica del cambio que consideraban plausible se podría expresar así: «Este es un emisario de Madrid que viene a prepararse para tomar el poder cuando se jubile el gerente». Tampoco hubiese estado mal, y cuando llegó el momento, cuatro años más tarde, alguna opción hubo, pero mi cambio no obedecía a ningún plan corporativo de preparar una sucesión.
La pregunta tácita del inicio me la planteó explícitamente Vicente, mi anfitrión en Bilbao y, casi inmediatamente, mi amigo. Luego, ya me integré con el resto de la cuadrilla, la respuesta a la pregunta tácita fue conocida por todos y pudimos hacer unas risas con ello.
Fui muy bien acogido y pasé unos años maravillosos en Bilbao, donde viví su gran transformación, que tuvo como símbolo indiscutible el Museo Guggenheim. El servicio de Cercanías no fue ajeno a esa transformación. Fue en esa época cuando, dentro del proyecto Bilbao Ría 2000, se crearon cuatro nuevas estaciones en el centro de la ciudad y se cerró la estación de Bilbao La Naja, lo que provocó que las tres líneas de Cercanías confluyesen en la estación de Bilbao Abando. Fueron cuatro años emocionantes que culminaron cuando se jubiló el gerente.
Esta vez, mi viaje a Madrid había «cuajado» y volvía únicamente hasta que se solucionase el problema de mi relevo. El cambio siempre provoca vértigo. Pero no es un sentimiento progresivo. Lo sientes de golpe. Había aprobado y sabía que me iba a Madrid, pero no de forma inmediata. Tenía que venir otra persona a cubrir mi puesto y eso no se solucionaba de un día para otro. El proceso se dilataba y la impaciencia me consumía, pero por otro lado seguía en mi zona de confort. Seguía haciendo lo que dominaba, en el ambiente que conocía y viviendo en el mismo sitio de siempre. Hasta que un día me llamaron y mantuve una conversación como esta, o algo parecido:
—¡Enhorabuena!, ya te puedes ir.
—¿Y cuándo me voy?
—Cuando quieras. Llama a Madrid y habla con ellos.
Y llamé a «Madrid», y hablé con «ellos».
—Hola, buenas tardes. Me acaban de decir que ya me puedo ir.
—¡Pues vente!
—¿Y cuándo queréis que vaya?
—Mañana mismo. Cuanto antes mejor.
Cuelgas el teléfono y piensas: «¡Ya está!, ¡se acabó!». Es un contrasentido porque había conseguido mi meta, pero en ese momento no pensé en que algo empezaba; pensé en que algo se acababa y, de golpe, sentí vértigo.
Cuando llegas a un lugar nuevo en el que ni conoces a nadie ni te conoce nadie, te sientes acobardado, confuso, perdido, pero siempre aparece alguna persona que te arropa y te guía. Normalmente, son ellos los que toman la iniciativa, pero no viene mal estar atento para captar las señales. Posteriormente, el que tienes que ganarte el sitio eres tú, naturalmente, pero esa acogida inicial no tiene precio. Solo haciendo con otros lo que antes hicieron contigo puedes pagar los intereses, que no el capital, de esa deuda.
Fue un martes. No sé si la última semana de enero o la primera de febrero, pero fue un martes. No recuerdo la semana, pero estoy seguro del día y del año en que ocurrió: 1992. A las ocho y media de la mañana subía en ascensor a la cuarta planta del edificio situado en la avenida Ciudad de Barcelona, n.º 8, sede de la Dirección —General entonces— de Cercanías. Yo ya había estado allí antes, de visita, y tenía una idea del panorama que se vivía en esa planta, diáfana hasta más no poder. Pero ese día, precisamente ese día, había comité y estaban todos los responsables territoriales, que no eran pocos: Barcelona, Valencia, Murcia, Sevilla, Bilbao, San Sebastián, Santander... Y yo no conocía a nadie. El vértigo se acrecentó.
Tú sientes vértigo; en los demás provocas curiosidad. Mi primera estancia en Madrid fue producto de un salto de personal operativo a personal de estructura. Un salto cualitativo importante, por lo que nadie se cuestiona por qué vienes; es obvio. Las preguntas son más bien del tipo: «¿De dónde vienes? ¿Qué eras? ¿Qué eres?...». Son preguntas directas que responden a una curiosidad lógica y transparente. No hay nada subyacente. En otros momentos, sí lo hubo.
Superado el choque inicial, comencé a trabajar en un ambiente diferente, haciendo cosas completamente distintas a las que había hecho durante los últimos diez años. Día a día fui descubriendo las inmensas posibilidades de aprendizaje y acción que se me abrían en el nuevo puesto. La formación continua era una norma y los proyectos en los que trabajaba, a cual más interesantes. Disfrutaba con mi trabajo, pero había algo que me chocaba.
Cuando estaba de servicio en la estación, si me ausentaba de mi puesto de trabajo, ¡los trenes se paraban! Literalmente. La sensación de la importancia del trabajo era permanente y la comprobación de su utilidad, inmediata.
Ahora, sin embargo, si me iba de mi puesto, no solo no se paraba ningún tren; es que además, tenía la sensación de que nadie me echaba en falta. Hubo momentos en los que me pregunté: ¿servirá para algo esto que hago? El trabajo era distinto y los medios, los objetivos y los plazos, también. Tardé tiempo en darme cuenta de que, en mi nuevo trabajo, la perspectiva de aplicación debía ser más amplia y la comprobación de la utilidad, menos urgente.
Me pasé cuatro años trabajando —más que viviendo— en Madrid. Mi familia permanecía en el pueblo, al que yo volvía cada fin de semana. No era un bicho tan raro, no. En el talgo del viernes en el que volvía a casa, conocí a bastante personas que llevaban haciendo eso muchos más años que yo. Aquello, por tanto, pudo haber durado mucho más, pero al cabo de cuatro años me fui a Bilbao, a la Gerencia de Cercanías.
—¿Por qué?
—Porque pude.
El cambio implicaba un ascenso, sí, pero esa no era la razón fundamental. El ascenso podría haberlo conseguido de igual manera quedándome en Madrid. La razón del cambio, en esta ocasión, fue que en los cuatro años transcurridos desde mi llegada, mi familia y yo, como os he contado, no habíamos acabado de decidirnos sobre si ir o no a vivir a Madrid, pero lo que sí decidimos es que esa vida familiar de fin de semana, a cuatrocientos kilómetros de distancia, no podía continuar. Bilbao estaba más cerca, ¿y por qué no vivir allí?
Personas relevantes me dijeron, con la mejor intención, que, pensando en mi carrera profesional, esa no era una buena elección. Para crecer, uno viene del «territorio» a Madrid, y no a la inversa. Sin particularizar en mi caso, con una visión general, creo que tenían toda la razón, pero yo les contestaba, cómo no, con una de esas frases dignas de ser grabadas en una lápida: «Es una decisión comprometida y quizá tengáis razón, pero prefiero equivocarme yo a que otros se equivoquen por mí».
En mi opinión, es importante que tú lleves la iniciativa, que tomes tus propias decisiones asumiendo riesgos, pero hay que considerar todos los consejos y, sobre todo, ser más humilde con los consejeros.
A primeros de marzo de 1996 llegué a las oficinas de la Gerencia de Cercanías, en el edificio de la estación de Bilbao Abando, en la Plaza Circular. El hito no era tan novedoso como el traslado anterior —y quizá por eso no solo he olvidado la semana; también he olvidado el día—, pero volví a sentir el vértigo y a descubrir la curiosidad que generaba. Aquí, el motivo del cambio no era tan obvio y las preguntas que suscitaba no eran, como cuando llegué a Madrid: «¿De dónde vienes? ¿Qué eras? ¿Qué eres?...». Aquí, la pregunta, pensada, más que expresada directamente, era: «¿A qué viene este aquí?». La única respuesta lógica del cambio que consideraban plausible se podría expresar así: «Este es un emisario de Madrid que viene a prepararse para tomar el poder cuando se jubile el gerente». Tampoco hubiese estado mal, y cuando llegó el momento, cuatro años más tarde, alguna opción hubo, pero mi cambio no obedecía a ningún plan corporativo de preparar una sucesión.
La pregunta tácita del inicio me la planteó explícitamente Vicente, mi anfitrión en Bilbao y, casi inmediatamente, mi amigo. Luego, ya me integré con el resto de la cuadrilla, la respuesta a la pregunta tácita fue conocida por todos y pudimos hacer unas risas con ello.
Fui muy bien acogido y pasé unos años maravillosos en Bilbao, donde viví su gran transformación, que tuvo como símbolo indiscutible el Museo Guggenheim. El servicio de Cercanías no fue ajeno a esa transformación. Fue en esa época cuando, dentro del proyecto Bilbao Ría 2000, se crearon cuatro nuevas estaciones en el centro de la ciudad y se cerró la estación de Bilbao La Naja, lo que provocó que las tres líneas de Cercanías confluyesen en la estación de Bilbao Abando. Fueron cuatro años emocionantes que culminaron cuando se jubiló el gerente.
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