He visto en la web a un señor que habla de que van a rehabilitar la central hidroeléctrica de su pueblo, abandonada desde hace bastante tiempo. Él nos dice que pasó en la central “los años más felices” de su vida, pues su padre trabajaba allí, y va a ser para él una gran alegría verla funcionar de nuevo, oír el ruido, sentir el temblor de los alternadores, el zumbido del flujo eléctrico, ver limpios los cauces del agua, etc. Se le ilumina la mirada cuando habla.
Para la mayoría de nosotros, sobre todo si tenemos cierta edad, resulta natural lo que dice ese hombre. No nos paramos a considerar qué hay de interrogable en su gozo, ¿por qué no iba a estar contento con ver de nuevo, renovados, los lugares de su infancia?
Newton, sin embargo, se preguntó cómo es que la manzana caía para abajo. La gente seguramente le habría dicho: ¿y para dónde quieres que caiga?, ¿tú eres tonto o qué?
¿Para una persona mayor puede haber más motivos de alegría que el recuperar los viejos tiempos? Supongo que sí. Ver crecer a los nietos (sobre todo si crecen bien), ver cumplirse los sueños por los que ha luchado, participar en nuevos proyectos que en los últimos años ha descubierto, y también recrearse en sentir sensaciones y sentimientos que a lo mejor antes no conocía, como el simple pasar el tiempo, o fenómenos que no había reparado en ellos, como el encadenarse de las estaciones, o la comicidad y reiteración de las discusiones políticas, más allá de lo fastidioso de sus callejones sin salida.
Habría que ver si todas las alegrías, diversiones, esperanzas y bienestares de la edad madura se fundamentan de algún modo en una raíz de vuelta al pasado, en alguna recóndita sensación o expectativa de la infancia, o si las hay que efectivamente son de nuevo cuño, sin relación con la vuelta atrás. La apariencia, al menos, es que no todo el contento de la madurez se asienta en lo remoto.
Pero algunas veces sí. Como es el caso de ese hombre que he empezado mencionando.
No tenemos por qué asumir como algo natural que el ver funcionar la central de tus años mozos suponga una alegría. O al menos, no una alegría tan grande. ¿Por qué interpretamos como algo lógico que nuestro hombre esté deseando rememorar, revivir, lo que vivió de niño? ¿Por qué tenía que ser, para mí, un motivo de contento la noticia de que iban a rehabilitar las antiguas escuelas “nacionales” de la plaza de Corrales, y las iban a utilizar como casa consistorial? ¿No hay nada mejor, en la vida de un adulto, que “corretear” por donde correteó en años que ya fueron? ¿Qué tiene el pasado? ¿Y qué tiene que no tenga, o que no suela tener, el presente, o el futuro? ¿La infancia realmente fue “feliz”?, ¿es tan potente la ilusión de que, recreando el escenario, aunque sea con figuras de cartón, todo volverá? Y ¿es tan bueno que “todo vuelva”?
Mi teoría es que los niños entienden el mundo como un ensamblaje de cosas estáticas, permanentes (y buenas, o con un final feliz, o con un progreso indefinido). La alegría de los niños va unida a esa sensación, a esa certeza o evidencia para ellos, de que esencialmente hay una serie de cosas, las fundamentales, que nunca van a desaparecer. Incluida la propia existencia, y la de las personas queridas, o que a uno le quieren.
La idea que un niño se hace del mundo, de la totalidad (en lo geográfico o espacial, pero también en lo temporal o biográfico) es una extrapolación de lo que vive, o siente vivir, en su momento presente. Así como cuando, al visitar en autobús por primera vez una ciudad, damos por hecho que el resto de barrios, que no vemos, van a ser a imagen y semejanza de los que atravesamos en el primer día –y después, si vivimos en ella, nuestra imagen y sensaciones de la ciudad pueden cambiar mucho-, los niños dan por supuesto que el mundo, y la vida, serán una reproducción, a escala mayor, de lo que están viviendo en su día a día. Un niño, por supuesto quiere crecer, quiere hacerse mayor, ganar habilidades, hacerse con el mundo, pero al mismo tiempo no sospecha que el mundo puede ser (y su propia vida y su propia identidad, pueden ser) algo muy diferente de lo que se está imaginando.
Si la mente infantil es así, esto es difícil concebirlo para una mente adulta. El cerebro cambia con las experiencias, y con su propio desarrollo, y los conceptos, los sentimientos, mutan como si experimentásemos una metamorfosis, que nos lleva a olvidar cómo veíamos las cosas; y a creer de adultos, nuevamente, que siempre hemos visto el mundo como ahora lo vemos. Hay una falta de identificación, hay poco trasvase entre las visiones del mundo subjetivo.
Pero en el fondo, ésta es mi teoría, la mente infantil pervive, subconsciente. No desaparece, sino permanece “tapada”, acallada por la mente adulta, pero revelándose de vez en cuando, como cuando estamos cansados y, con los ojos abiertos, nos parece ver imágenes oníricas, que estamos soñando en ese momento por debajo de las percepciones de la vigilia. Ese mundo infantil, creo, condiciona nuestros anhelos y sentimientos, y torna no tan racionales nuestras decisiones y relaciones cotidianas.
En la infancia, la sensación de ímpetu y flujo con la que vive un niño, que para él es lo natural y es la sensación de la vida misma (pues él la vive como algo objetivo y fuera de sí mismo, no como algo que está en su psicología), va unida a dar por hecho que las cosas van a permanecer. Que las cosas son para siempre. Y que el mundo se va a dejar conocer, que es fácil de conocer, porque va a estar ahí estático, esperándonos, sin más trabajo, a que lo conozcamos y lo dominemos.
El budismo habla de “la impermanencia”. Es eso que empezamos a descubrir a partir de los cuarenta años, sobre todo si empiezan a morir amigos y familiares nuestros (los abuelos que fallecen durante nuestra infancia no dejan mucho vacío, a menos que seas alguien muy inteligente), y que nos hace rememorar los acertados versos de Jorge Manrique, “Recuerde el alma dormida…”. Que luego dice: “Pues si vemos lo presente, cómo al instante es ido y acabado, si juzgamos sabiamente daremos lo no venido por pasado”, etc. Muy bien lo expresó Manrique, parece mentira que su dolor no le embotase para realizar tan buena poesía, que por algo sus versos han permanecido en la literatura del español.
Al contrario, como ejemplo de la ilusión de la infancia (y de la no infancia, pues en toda edad hay ilusiones) pondré aquella declaración que hacía Mónica Naranjo, en una entrevista que le hacían, sobre su vida sentimental o amorosa; y decía que “cuando estoy con un hombre, es cierto que luego puede haber más, pero en ese momento él es para mí el único hombre, el definitivo”; y que “cuando estoy entre los brazos de un hombre, siento y creo que estoy ahí segura y protegida, que nada me podrá ocurrir”.
Sin duda la evolución, la naturaleza o como lo queramos llamar, ha hecho, en bien de la reproducción de la especie, que creamos semejantes patrañas para que, con la energía que nos dan nuestros sentimientos, salga adelante la prole, y la tribu. Pero no dejan de ser ilusiones. Pues hoy las mujeres, sobre todo hoy más que antes, deberían ir aprendiendo que, ese hombre que sientes como la clave de bóveda de tu vida, puede ser mañana el que te maltrate, por ejemplo. Y así unos y otros, no sólo las chicas, todos sufrimos “alucinaciones” que dan sentido a nuestra vida, y nos llevan, no siempre a mal puerto por supuesto, sino muchas veces a buen puerto, como en el sueño americano de querer realizar “tu misión” y creer que la Vida te ayudará a conseguirlo, si tienes fe en ella.
Me viene también a la cabeza un encuentro que tuve con un hombre, en Reinosa, hombre del que desconozco el nombre y hasta si vivirá a día de hoy, pero él tenía muchas ganas de decir una cosa a alguien, y yo aquel día estaba abierto; y no sé cómo nos pusimos a hablar por la calle, y aquel señor mayor me dijo que venía del hogar del jubilado, que había estado fuera una temporada con su hijo, y a la vuelta había notado que en la sala de jugar al tute faltaban algunos amigos suyos, de toda la vida; y al preguntar a la mujer del bar, dónde estaban, le contestó: “Ay hijuco, ¿dónde te crees que están?”.
Lo cual había sido tal trauma para él –debía de ser un poco tonto, porque ya tenía edad para haber asumido ciertas cosas-, trauma hasta el punto de que me lo contó a mí, sin conocerme de nada. Y entonces, en un rapto de clarividencia, de sinceridad, me decía: “Yo cuando era niño, pensaba que crecíamos sin límite, que no nos íbamos a acabar nunca, que nos hacíamos gigantes hasta tocar el cielo”.
Hace falta ser tonto, en fin (o tener mucha ceguera, mucho apego a la vida), porque no creo que muchos niños hayan crecido con semejante idea en la cabeza. Y no dudo que, de alguna manera, esa concepción suya la mantuvo en la edad adulta e incluso la mantuvo hasta que la mujer de la barra se la echó por tierra. ¿Conocéis a mucha gente que piense, de niños, que nos hacemos altísimos con el tiempo?, ¿y que se sigan acordando de eso a los setenta años?
Bien, pues lo que pretendo decir es que, en la mente infantil, las sensaciones van íntimamente unidas a la concepción de las cosas; y que esos sentimientos, inseparables del “ser” (el ser que presuponemos en las cosas), suministran la energía para el estado psicosomático de cada día. Los sentimientos y las ideas (o ideales) se sostienen o realimentan mutuamente, el ser y el sentir, de manera que al caer o tambalearse unos, malamente se sostienen los otros. Las experiencias pueden derrocar sensaciones recuerdos y hasta destrezas, que, sin sospecharlo, iban unidas a concepciones y a proyectos de mundo; como aquellos perros de un laboratorio psicológico, que, tras ser sacados bajo el agua por una inundación que sufrieron las instalaciones, parecían haber olvidado los aprendizajes que habían adquirido con los experimentadores, y como esos niños que, teniendo inteligencia natural pero viviendo en condiciones de permanente estrés, no graban de un día para otro los aprendizajes escolares. Porque las expectativas de lo que es la vida han cambiado con la experiencia, y no sostienen ya la emoción que suministra (sin apenas advertirlo el sujeto) el combustible al aprendizaje.
Otra cosa es que, por supuesto, en la vida adolescencia y vida adulta surjan nuevas visiones, nuevas sensaciones y emociones, y nuevos sentidos de la vida. Pero, como he dicho, la mente infantil subterráneamente permanece, y es lo que posibilita la nostalgia y la alegría del reencuentro. ¿Por qué?, ¿cómo?, pues porque, al ver de nuevo en funcionamiento la central hidroeléctrica –como es el caso de nuestro hombre inicial-, la mente infantil da por confirmada (cree confirmada) su idea o hipótesis de que las cosas son permanentes. El niño dice: “Ah, mi intuición no me engañaba, ¿ves cómo las cosas realmente no se han ido? ¡Ahí están, como estaban de siempre! (Y seguro que ahora para no irse)”. Hay una aparente confirmación de la atemporalidad de los elementos importantes de la vida.
La nostalgia, y la alegría de la reviviscencia, se combinan en la mente adulta con la visión, con la filosofía, de la impermanencia, que es lo contrario. Se combinan con la constatación, fecha tras fecha, duelo tras duelo, de que el verbo ser no hace referencia a nada real, pues nada “es” realmente; todo es un flujo de apariencias, todo está destinado a acabarse.
Adolfo Palacios González
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