Encontramos a veces familias que cuelgan en la red cualquier momento de sus hijos, por ejemplo aquél en que le dan una buena noticia y el niño llora de emoción. A ver qué pinta ahí un padre, en ese instante, con una cámara en la mano; esperando quizás que la reacción sea como se esperaba para el público, y si no sale, se descartará, supongo. Ya decía Unamuno que si se escribe un diario a diario, llega un momento en que se corre el riesgo de vivir para el diario. Un padre con los sentimientos en orden no debería pensar en colgar cosas, en ciertos momentos. El niño, a su vez, quizás llegue el día en que edite su ‘emoción’ en tiempo real para ‘compartir’ con el anónimo cibervidente; o sea, para tener éxito entre el futuro público. ¡Que no le falte el pan a mi niño el día de mañana! Pero se pierde la inocencia de la infancia, pues su falta es ignorar que el valor dado por la gente a las cosas no siempre es su valor vivido, el que tú sientes cuando estás recién despierto, o cuando estás entre aquellos que mejor te conocen. Pérdida de matices, de la diferencia, de alternativas, de biodiversidad a nivel social; estereotipos de emociones, es lo que se fomente así. Y es una vuelta a la plaza exigua de la tribu, dilapidando la individualidad y la precaución epistemológica que la modernidad, trabajosamente, nos trajo. Aunque ya sabemos que algunos nunca las apreciaron.
Adolfo Palacios, corraliego afincado en Santander, en Cartas al Director, de El Diario Montañés.
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