Parece que desde mediados del siglo XX se ha instalado una concepción según la cual, todo lo que pertenezca a una minoría, vinculada o no vinculada a un territorio, tiene derecho a ser mantenido, defendido, reivindicado; y que el Estado se ha de encargar de evidenciarlo. Como si hubiera un complejo de "nosotros no somos como Franco, ni como los yanquis que entraron matando indios". En la toponimia hemos visto esperpentos como "Bilbo" o "Mumbai". Palurdismo de despacho, podríamos llamarlo. El respeto debe existir, por supuesto, pero a nadie parece ocurrírsele que la población de esa minoría podría estar dispuesta a dejar de lado sus caracteres particulares (dejándolos en manos de museos, de aficionados y eruditos) para incorporarse a un proyecto más amplio, con más riqueza y más futuro. Va unido ello a una concepción negativa del poder; pero el poder no tiene por qué ser malo necesariamente: sin poder, las democracias, las empresas, los sindicatos, no pueden funcionar. Los miembros de una minoría no tienen por qué sentirse obligados a persistir en la diferenciación: pueden sentirse motivados para diluirse, por motivos prácticos u otros motivos, conscientes de que el persistir en los caracteres diferenciadores puede restar fuerza a un argumento de unidad que podría, con un simple cambio de mentalidad, ser atrayente para todos. Pero parece que esa posibilidad, igualmente válida, ha quedado en el punto ciego.
Adolfo Palacios para Cartas al Director de El Diario Montañés.
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