La única entrada que tenía el barrio, era a través de la carretera nacional. Si veníamos del centro del pueblo pasábamos las casas del Potro y la casa de Lipe “El Confitero” y seguíamos por la zona de la izquierda, en dirección al “cruce”. Íbamos bordeando la pared de la finca de los Mansillas, pero sin tocarla, dado que, si ahora hay una acera, en su momento solo había una profunda cuneta, que en cuanto llovía se convertía en un fuerte y marrón arroyo que se iniciaba en la finca de la familia Bustamante. Cuando llegábamos al final de la finca de Mansilla, nos encontrábamos con la Calle La Viña, el famoso “Callejón”. Lugar éste, de tristes recuerdos de mi infancia, cuando durante los inviernos, después de salir de “la particular” en casa de Don Gonzalo, tenías que atravesar aquel negro y solitario callejón. Aquello no era correr, era volar. Y qué decir de aquel día que, acompañado de mi padre, oímos unos lamentos que salían de la cuneta que había en el callejón, adosada a la finca de los Mansilla. Lamentos que se fueron haciendo más angustiosos y descubrimos que era de un vecino del barrio que, en la oscuridad de la tarde, había caído a la cuneta. Habría más cosas que contar de este callejón, pero nos alejamos de nuestro objetivo. En todo caso, una vez llegábamos al inicio del callejón, es donde girábamos a la derecha, atravesando la carretera general, y es en este punto donde para nosotros comenzaba el camino al barrio.
Ya, en el otro lado de la carretera, se iniciaba el camino hacia el barrio. A la izquierda de este camino, dónde actualmente está el antiguo Garaje Nisio, lo primero que nos encontrábamos era la “Caseta del Agua”, que nos servía para observar el paso de los coches, algo en aquellos tiempos poco frecuente y menos si eran de matrícula de fuera de la provincia. Aquella caseta, en ocasiones nos permitía ver el paso de la Vuelta ciclista de España. No olvidemos que aquella caseta, tenía un fácil acceso a través de la pared a la que estaba adosada y cuyo techo, estaba formado por una placa de cemento totalmente lisa, que permitía estar tumbado sin correr peligro, dado que la altura no era elevada.
Continuando por la zona de la izquierda, nos encontrábamos una pared que separaba el camino de un prado abandonado, con montículos de piedras e hierbas, y con grandes zarzas, donde se refugiaban pájaros. También era habitual en esa zona ver a las ovejas de Pepe, “El cojo” -se le decía “cojo”, porque era una persona que había estado combatiendo en Rusia con la División Azul, y en uno de los combates perdió la pierna- pastando libremente sin que nadie las molestara; pero a nosotros nos estaba totalmente prohibido entrar en la zona. Siempre nos decían que era peligroso, que no se nos ocurriera entrar. Nos lo prohibían, pero en ocasiones, exponiéndonos a la correspondiente bronca, nos atrevíamos a pasar. Si las ovejas estaban allí, ¿porque no podíamos estar nosotros? Con el tiempo, y puedo decir que hace muy poco, tuve conocimiento del porqué de la prohibición.
Durante mucho tiempo en este lugar estuvo situado el garaje de Baldomero, que puso en funcionamiento el autobús que ponía en contacto Los Corrales con Torrelavega. Durante la Guerra Civil, el primer año, Los Corrales estuvo con el Gobierno de la República. Pero el frente del Norte va cayendo poco a poco, primero Bilbao y a continuación le toca a Santander. Muchas personas de Bilbao, se desplazaron hacia el Oeste huyendo de los Nacionales y algunos fueron acogidos en casas de los vecinos de Los Corrales. Nunca lo supe, pero leyendo cosas de mi padre, hay referencias de que en casa de mis abuelos, Antonia y Doroteo, estuvieron acogidos un matrimonio vasco. La situación va cambiando en la provincia de Santander, y los Nacionales inician, desde la zona del Escudo, siguiendo varias líneas de confrontación, la conquista de Santander capital.
Bien, parece que los defensores de la República dentro del pueblo, ven que las cosas no van por buen camino. Cada vez son más conscientes de que la situación se les va de las manos. En un momento determinado, el garaje de Baldomero se ha convertido en un polvorín, donde se había almacenado gran cantidad de explosivos. Parece ser que, ante una situación que se está volviendo en contra de sus intereses, algunos de los partidarios de la Republica, intentan utilizar esos explosivos para ponerlos en la fábrica y en la Iglesia, aunque esto último no es tan claro. El objetivo sería destruir la fábrica. Alguien, al parecer del bando republicano, tuvo conocimiento del asunto y decidió provocar la explosión del polvorín antes de que se destruyera la fábrica, fuente de riqueza del pueblo durante mucho tiempo.
Ese era el motivo del miedo que tenían nuestros padres de que anduviéramos jugando en dicha zona, era posible que quedaran restos de bombas sin explotar. Pero lo cierto es, que ninguna oveja de Pepe pisó ninguna bomba o algo parecido y, cuando años más tarde se construyó el garaje Nisio y los pisos situados en la zona superior, no se encontró nada. Pero para nosotros, siempre fue una fuente de temor y de deseo de saber por qué no podíamos saltar aquella pared.
Terminada la pared, nos encontramos a la izquierda un camino, que nos permitía llegar a las “casas de Pendio”. Pero seguiremos nuestro camino al frente, y nos encontraremos con la casa de Benjamín Salas, “Minuco”, casa que se construyó más tarde, pero jugó su papel en el entorno del barrio. Casa de piedra, de gran tamaño, con un prado enorme, que en algunos momentos jugó un papel comercial. Y donde vivieron tres chavales que fueron un referente a nivel deportivo y estudiantil. Nos referimos a José, Benjamín y Eduardo. Hablaremos de ellos con el tiempo.
A continuación de la finca de Salas, nos encontramos con el muro que daba acceso al barrio propiamente. Pero también, estaba la finca de Celedonio y Milia. Finca de gran tamaño y en la que, con el tiempo se construyeron las casas de sus hijos, Luci, casada con Agustín, que tienen un hijo Agustín, que jugó un papel importante en nuestro juegos de infancia; Agustín Pérez, para nosotros “Tinín”, al que acompañábamos a pescar al Muriago. Tinín estaba casado con Matilde Vicario, conocida en el barrio como “Curra”. Es curioso, a mí me ponía de los nervios que mi madre me mandase que fuese a casa de Curra a llevarle o decirle cualquier cosa, no por miedo, sino por pánico. Era incapaz de pronunciar las dos rr, lo cual provocaba que la llamase “Cura”. Absoluto bochorno. Tinín y Curra tuvieron dos hijos Maricarmen, como la llamábamos todos y Javi, cazador aficionado a la becada. Por último, estaba José María Pérez, a quien tuve la suerte que fuera para mí, y para más vecinos del barrio, el maestro de taller en la Escuela de Aprendices de La Salle. Además José María era un aficionado a la pesca de la trucha, pero siempre con la observancia de la ley, pesca con caña y mejor si era con cucharilla y en el Besaya. También era una persona que disfrutaba de los pájaros. Cuánto nos gustaba que nos dejara ver los pájaros que tenía en una gran jaula, situada en el gallinero. José María se casó con Marisa Rubiera, que provenía de la zona de Palencia. Ambos tuvieron dos hijos, Juan Carlos, para todos “Carlos” y María José. Por último, estaba Natividad Pérez, todos la llamábamos “Nati”, para mí una persona entrañable. Trabajaba en el cine Buenos Aires, como taquillera. De ella hablo con cariño en “Los cines de nuestro municipio”
Si nos fijamos, en lo que nos encontrábamos a mano derecha desde la carretera nacional, hasta la entrada del barrio, parece ser que no había nada construido, salvo una pared, que en mis años de infancia parecía estaba casi destruida. Con el paso del tiempo, aquí se construyó el almacén de Peñil, pues así se deduce del acta de 1960. Posteriormente se construyó en esta zona la casa de Lipe “El Mancebo”, que trabajaba en la farmacia de Pepito Pereda. Lipe vivió allí con su familia, pero falleció y su familia siguió viviendo, hasta que decidieron marcharse y vender la casa a José Manuel Arozamena, que es quien actualmente reside en ella con su esposa.
Entre la casa de José Manuel y el almacén de Peñil, posteriormente se construyó otra casa de dos plantas, ocupada por Jesús Palacios, su esposa Maria del Carmen González, y su hijo Adolfo. Qué podríamos decir de Jesús Palacios. Era una persona extraordinaria, con conocimientos culturales muy elevados. Le gustaba la música, la pintura, colaboraba en las obras de teatro que se gestaban por la juventud del pueblo y siempre como abanderado de los premios de pintura que se realizaban en las fiestas de San Juan. Una persona, siempre dispuesta a charlar sobre cosas como el arte paleolítico, en lo que yo trataba de especializarme o el arte que mi amigo Raúl estudiaba y practicaba en Madrid. Para mí una persona extraordinaria. Posteriormente, la casa fue comprada por Mendicuchía, que trabajaba en la fábrica, y que jugó su papel en la vida política de nuestro pueblo. Formó parte de las Corporación municipal, en varias legislaturas a través del partido de Falange.
Los recuerdos de esta zona, no los tengo claros en cuanto al momento de su transformación, pero hay una cosa de la que sí me acuerdo, por la impresión que me causó. Iba un día a clase después de comer, iba con otros amigos jugando y al pasar por la zona donde se iba a construir la casa de Palacios, había una pared derruida, con zarzas, y de pronto observé la presencia de una lagartija, el ver una lagartija era algo habitual, juagábamos con ellas, trataban de huir, cosa que muchas veces lo conseguían desprendiéndose de su cola. Este era su sistema de escape, pero con el tiempo iban recuperando su cola. Esto lo hemos visto en muchas ocasiones. Pero lo que yo vi en ese momento no lo he vuelto a ver nunca más, una lagartija con dos colas. La había perdido y posteriormente se fue recuperando, le habían salido dos colas, formado una “y”. Es cierto, en ocasiones, cuando veo una lagartija me acuerdo de aquella que, “saliendo del barrio vi una con dos colas”. También es cierto que nunca he vuelto a ver ninguna con estas características. Pero la vi.
Pero volvamos a centrarnos en el barrio. A partir de la zona donde estaba la casa del “Mancebo”, nos encontrábamos con un enorme “prao”, que para nosotros va a tener una gran importancia, dado que va a ser nuestro campo de fútbol, de juego al balontiro, lugar para coger grillos, moras. También practicábamos el atletismo, lo cual era habitual, cuando veíamos aparecer al arrendatario del mismo por la entrada y había que ponerse a correr y saltar la pared. Aquello era practicar los cien metros lisos y el salto de altura, para saltar la pared y llegar a las filas del barrio donde conseguíamos escondernos y dejar pasar el tiempo. Este “prao”, estaba delimitado por paredes de piedra de media altura, con algunos árboles y con sus correspondientes zarzas, entre las que podíamos observar que servían de refugio de las lagartijas, de los caracoles con los que jugábamos, y que algunos recolectaban para comer; también estaban allí las telarañas con sus bonitas arañas, a la espera de que alguna mosca o algo parecido quedara atrapada, convirtiéndose en alimento de las mismas. Aunque tampoco podemos olvidarnos, que estas paredes y sus zarzas eran fuente de alimento y de refugio para los pájaros que todos conocíamos bien como el gorrión, el tordo, el malvís o el jilguero. Pájaros muchos de ellos, apreciados por nosotros por su maravilloso canto, aunque eso tampoco les salvaba de nuestro tiragomas o de la escopeta de perdigones. Y no podía faltar la presencia de alguna culebra. Había espacio para todos.
En todo caso este “prao”, que pegaba al camino de entrada al barrio, desde la actual casa de José Manuel, hasta la puerta de acceso a la finca de la familia de Celedonio, estaba cerrada mediante unas alambradas, sujetas a unas estacas de madera y de cemento de forma cuadrada. Normalmente, eran tres filas de alambres con púas. Pues había que impedir que los animales se escaparan y que los chavales del barrio entrasen. También había uno o dos árboles y algún bardal.
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