Sí, no me es permitido que el niño que llevo dentro de mí, en mi ‘trastienda’, salga de vez en cuando y flote. Él quiere saltar, correr, brincar y aunque le duelan todos los huesos; quiere ganarle al tiempo la batalla y ser lo que siempre quiso: músico, pero solista o compositor. No puedo.
Una profesora de guitarra me dijo que para dominar la guitarra clásica hacían falta, cuando menos, ¡seis años! ¡Ojalá me quedaran esos años de vida y pudiera dar un concierto a mis amigos! ¡Qué ilusión, Dios mío! Pero no es posible. Soy muy mayor. Y, para más inri, vivimos en la era de la estética: la gente joven y de mediana edad acuden a los gimnasios y se someten a terapias pláticas para tener un físico en orden. Yo represento la antítesis de esa estética; mi cara está llena de arrugas, mi pelo es cano, hablo con dificultad, pues se me olvidan las palabras, ando a trompicones y paso desapercibido para la gente joven, salvo honrosas excepciones. Para los otros, ni siquiera me miran, parece que produzco repugnancia. Un niño de mi especia daría rienda suelta a la risa del respetable.
¡Qué le vamos a hacer! La vida, al final, pasa factura. ¡Qué lástima de ese niño que quiere aflorar y ponerse el mundo por montera! ¡Iluso de mí! Ese niño murió hace ya muchos decenios y ya solo le quedan muchos logaritmos de ilusiones y sueños perdidos.
Rafael Alcalá (La Carta de la Semana en XLSemanal)
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