28 febrero 2023
JOSEFINA GONZÁLEZ VOLVERÁ A ENCABAR EN LOS CORRALES LA LISTA SOCIALISTA EN LAS MUNICIPALES DE 2023
Los afiliados al PSOE en Los Corrales de Buelna han reelegido por amplia mayoría a Josefina González como candidata a ocupar de nuevo la Alcaldía tras las elecciones municipales que se celebrarán el domingo 28 de mayo. Será su tercera comparecencia ante las urnas, con un equipo renovado en el que se combina experiencia y juventud. De los seis concejales actuales repiten tres, Verónica Cobo, Rodrigo López (tercera y cuarto de la lista respectivamente) y Julio López. Vuelve a confiar en Roberto del Val como su segundo de abordo y en Elsa Fernández como número cinco, añadiendo a Jairo Díaz en sexto lugar.
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TITULARES DE PRENSA DEL MARTES 28/02/2023
SANTORAL
Román, Macario, Rufino, Teófilo, Cereal y Serapión.
FARMACIAS DE GUARDIA
PEREZ MACHO, OFELIA Mª - C/ Condesa Forjas de Buelna, 14 (Hasta a las 09:00) (Hasta las 16 horas del sábado 4 de marzo)
BOC (Boletín Oficial de Cantabria)
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TAL DÍA COMO HOY …
27 febrero 2023
¿RODAR CABEZAS?
Creo que en España usamos imágenes crueles con demasiada alegría. Habría que viajar más para comprenderlo. En una serie televisiva que se emitió durante la Transición, Díaz-Plaja decía que, donde otros países europeos dicen "abajo" (abajo el traidor, etc.), aquí decimos "muera"... Cierto que fue en Francia donde se usó la guillotina; pero ya me gustaría saber si, fuera de nuestras fronteras, hay hoy día, por ejemplo tanta fiesta local con quema y apaleamiento de monigotes. Lo digo porque, a propósito de los trenes que no cabían en los túneles, hemos oído estos días peticiones de que rueden cabezas. Y el propio lenguaje periodístico ha asumido la metáfora, normalizándola. En Cantabria ya tenemos dos cabezas cortadas, de toda la vida; dicen que las cortaron los romanos, pero ahí están, en el escudo.
Adolfo Palacios para Cartas al Director de El Diario Montañés.
BARRIO SAN JUAN BAUTISTA O BARRIO DE LOS MILLONARIOS. (CAPÍTULO 5)
El barrio fue para nuestros padres, un lugar de esfuerzos, sufrimiento y de sacrificio. Es cierto, que habían accedido a una casa, con unas características que no tenían otras viviendas que existían en el pueblo: agua corriente, fría y caliente, ducha, retrete, lavadero y habitaciones amplias para familias numerosas. Pero esa felicidad para ellos y sus hijos, implicaba horas de trabajo, en la fábrica, fuera de la misma y trabajar la huerta y el gallinero. Siempre con los gastos para la comida, para la ropa, pues los niños crecían y la ropa se quedaba pequeña, aunque pasaban de unos hermanos a otros, pero sufrían roturas, y nuestras madres procedían a hacer los remiendos o coser una nueva tela que ocultaban los rotos tan habituales en aquella época.
Ahora, es normal ver paseando por las calles a jóvenes presumiendo de las roturas que llevan en los pantalones, estos son la última moda y por tanto los más caros. En aquellos momentos eran signo de dificultades económicas, pero tampoco preocupaba mucho, pues era normal, no por lujo sino por imposibilidad de comprar uno nuevo.
Eso eran cosas de nuestros padres, nosotros no nos preocupábamos de si había dinero, si la ropa era la mejor de la tienda, si teníamos mucha ropa o solo la imprescindible y todos lo asimilábamos desde muy pequeños.
Para nosotros el barrio, durante la infancia y juventud, fue una fuente de alegría, de la que disfrutábamos con nuestros amigos. ¿Había muchas fuentes de distracción? Sí. Evidentemente, eran distintas a las que tienen los niños actualmente. No teníamos televisión en blanco y negro, y mucho menos en color, tampoco, la tablet, el móvil ni los juegos de ordenador. Pero teníamos el tiragomas, las cerbatanas, que hacíamos nosotros, las canicas, la peonza, la captura de grillos, la caza de pájaros, la comba, el escondite, las muñecas, la taba y otras muchas más actividades, que nos hicieron una vida feliz.
Antes de adentrarnos en el mundo de nuestros juegos y diversiones en el barrio con los amigos, debemos señalar que cada época, cada estación tenía unos juegos diferentes.
Hemos recordado las actividades en la que los vecinos del barrio, nos divertíamos a lo largo del año. Esas actividades, como hemos visto eran diferentes según la época del año. Estas diversiones no eran nada caras y los elementos de diversión los hacíamos nosotros mismo, con nuestras manos y a través de lo que nos aportaba la naturaleza. ¿Era mejor que los de ahora? Lo desconozco, lo que tengo muy claro, es que nos divertíamos, establecimos amistades que han durado muchos años, que recordamos no tanto con nostalgia, sino con alegría de los buenos ratos pasados.
José Francisco López Mora
TITULARES DE PRENSA DEL LUNES 27/02/2023
SANTORAL
Baldomero, Leandro, Gabriel de la Dolorosa, Basilio, Procopio y Honorina.
FARMACIAS DE GUARDIA
PEREZ MACHO, OFELIA Mª - C/ Condesa Forjas de Buelna, 14 (Hasta a las 09:00) (Hasta las 16 horas del sábado 4 de marzo)
BOC (Boletín Oficial de Cantabria)
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HORÓSCOPO PARA HOY
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TAL DÍA COMO HOY …
Hace 1 año (27/02/2022): SALUDO / TITULARES / REFLEXIÓN / HUMOR / DESPEDIDA
EL OTOÑO
Esta era una época en la que, los jueves, día en el que no teníamos clase por la tarde, nos desplazábamos a los montes de los alrededores a recoger castañas. Nuestros montes preferidos eran la zona de Nogalejas, Fresneda y sobre todo la Contrina. Salíamos del barrio, dirigiéndonos a la cambera y a través de “las escalerillas”, nos trasladábamos hasta las fincas que había en la zona cerca del monte. La más interesante era la finca de “El Cojo”. Allí nos “esperaba” un magnífico castaño, algunas de sus ramas daban al camino, lo cual provocaba que pronto desaparecían, así que no quedaba más remedio que saltar la pared y recoger las castañas que había en el prao o con un palo tirar los erizos del árbol. No llevaba mucho tiempo, pues había que ser rápidos y tener algún vigilante que nos avisara de la presencia del dueño, que era cojo, pero corría y daba unos gritos que nos hacían poner “pies en polvorosa”.
Había también otro prao, en las cercanías de donde hoy está la gasolinera, con dos castaños, de fácil acceso y que no daba muchos problemas con los propietarios. Pasábamos el río Muriago y a recoger castañas.
Estas salidas las hacíamos por la tarde, pues estábamos cerca del barrio y cualquier rato era bueno. Cuando íbamos a la Contrina, salíamos del barrio por el camino de Pendio y
llegábamos pasando la casa del “Cojo” y continuando por una cambera que conducía a las huertas que existían a mano izquierda, donde hoy están dos grandes chalets. Allí nos
encontrábamos con una pared, con un pequeño escalón que daba acceso a una gran finca. Íbamos al lado de la pared hasta llegar al rio Muriago. Al pasar el rio, había otra pared, que separaba dos fincas. Al lado de la pared, nos encontrábamos con otro castaño que nos permitía rellenar nuestros bolsillos de castañas.
Un poco más allá de este castaño, estaba la casa de la familia Rivero, que era el punto
de partida hacía la Contrina. Si nos desplazamos, siguiendo el camino que iba al lado del río, después de una suave caminata, llegábamos al prado de Camisón y allí ya nos encontrábamos muy cerca de nuestro objetivo: la zona de castaños en el monte. Otra opción, la más habitual, era la de ir por la ladera del monte hasta el barrio de la Contrina. Era un camino, por el que se desplazaban los carros y que también utilizaban los obreros de la zona para ir a la fábrica. A mitad del camino, que nos llevaba a la cima del monte Jedo, está la Contrina, barrio en el que, en aquellos momentos, había un grupo de casas, donde vivían compañeros del colegio como Pepe, que con el tiempo se convirtió en repartidor de pan por el pueblo. También vivía Benito, alto y delgado, trabajador de la fábrica, gran amigo de mi padre. Benito tenía un hijo con el mismo nombre y que también asistió al colegio. Por tanto, amigos y conocidos que nos orientaban en la zona de castañas.
Pasando la última casa del barrio, había un bosque de castaños. Todos los amigos
del barrio, iniciábamos la recolección de castañas, por los alrededores. Primero las castañas que aparecían por el suelo, luego los erizos que abríamos pisándolas, y que posibilitaban la salida de las castañas y cuando no quedaban castañas en el suelo, uno o varios de nosotros nos subíamos al árbol y agitábamos las ramas para provocar la caída
de nuevas castañas. Así, un árbol tras otro y, poco a poco, llenábamos nuestras bolsas de tela. Cogíamos castañas, pero, además hacíamos un gran esfuerzo físico: subida al monte, agacharte para coger las castañas, pisar los erizos y subir y bajar a los árboles para sacudir las ramas. Era agotador, llegaba el momento de descansar, de tomar un bocata y un poco de casera, si era de naranja mejor. En aquellos momentos, no existían otros refrescos o al menos nuestros padres, no podían permitírselo. Pero disfrutábamos con nuestros amigos del barrio, buena cosecha de castañas, y de nuevo para casa a ver quién llegaba antes hasta casa de Rivero. Nuevamente agrupados, tranquilos y satisfechos, para presumir de nuestra aportación a la familia.
Ya en casa, seleccionábamos las castañas, desechando las que tuvieran bichos, dejando al resto en el balcón de la casa, sobre hojas de periódicos. Estas castañas formaban parte de nuestra dieta alimenticia durante un período del año. Era gratis, practicábamos deporte sin pagar gimnasio, consolidaba la amistad con los amigos y todos disfrutábamos.
Las castañas las comíamos de tres formas diferentes:
a) Crudas. Eran para mí, las más ricas. No había que hacer nada, salvo pelarlas y comer. Es cierto que pelarlas, en ocasiones era complicado, pues la cáscara era fácil de quitar, pero la piel de la semilla llevaba más tiempo, siendo en ocasiones difícil de quitarla. Por eso, las poníamos en el balcón para que les diera el sol y que la piel se separa de la castaña, siendo más fácil limpiarla. Y si no, teníamos un cuchillo para quitarla. Problema resuelto y a comer.
b) Asadas. Han sido la forma más tradicional de cocinarlas. Simplemente, le dábamos
un pequeño corte, las dejábamos encima de la cocina y allí se asaban. La limpieza de la
cáscara y de la piel era más fácil. En la zona norte, aquí en nuestro pueblo, la fiesta de la
castañas a asadas, se conoce como el día de la Magosta. Los vecinos acudían al monte
recolectaban castañas, y un día de la semana, preferentemente sábado o domingo, se reunían en una zona del pueblo a asar las castañas, para que los vecinos del pueblo pasaran un rato todos reunidos, comiendo castañas y tomando un vasito de orujo blanco. Ahora se sigue realizando en nuestro pueblo, pero ya no se van a buscar al monte, ahora se compran en el mercado por parte del Ayuntamiento.
Las castañas asadas se vendían en la calle. No recuerdo muy bien si aquí se hacía así,
pero cuando me fui a Salamanca a seguir mis estudios universitarios, me encontré que, en los meses de invierno, en muchas de las calles de la ciudad y en la Plaza Mayor se encontraban las castañeras, mujeres que pasaban horas asando castañas, que vendían a las personas en cantidades de 12 castañas y que nos llevábamos en cucuruchos de papel de periódico. Buen remedio contra el frío, en aquellas tardes de invierno en las calles de Salamanca. Con el tiempo la venta de castañas, allí en Salamanca, se llevaba a cabo por parte de los estudiantes de las distintas Facultades, para sacar dinero para el Paso del Ecuador o el Viaje de Fin de Carrera.
c) Cocidas. Es una elaboración muy sencilla. A la castaña se le daba un pequeño corte y
posteriormente se cocían durante unos 20 minutos. Pasado el tiempo la castaña estaba lista para comer.
La castaña era una fruta que no costaba dinero, y por tanto habitual en las mesas de las cocinas del barrio, y permitía estrechar lazos de amistad entre los vecinos, pues era frecuente que, nuestros padres, nos acompañaran en la recogida de castañas. Aunque, sin lugar a dudas, nos lo pasábamos mejor con nuestros amigos y compañeros del barrio.
Las castañas jugaron un papel muy importante en nuestra infancia y juventud, estando presente en la mesa de nuestras casas, como fruta de otoño, pero las castañas también fueron importantes en nuestros juegos. Cuando desde la tienda de Angelín nos dirigíamos hacia la zona de Pendio, a lo largo de la elevada pared de piedra que delimitaba la finca de Mazarrasa, actualmente donde se ubica la Casa Consistorial, nos encontrábamos enormes castaños de Indias. Hace tiempo que desaparecieron, hoy solo
nos quedan los troncos como recuerdo de su gran porte. Daban unos frutos muy similares a las castañas que nosotros recogíamos en el monte. Pero solían ser más grandes y no eran comestibles.
Pero servían para fabricar las famosas “pipas de fumar”, con las que emulábamos a la
gente mayor que utilizaba pipas para fumar tabaco. Recogíamos las más grandes que había en el camino, luego nos reuníamos en casa de alguno de los amigos y construíamos la pipa.
Primero, hacíamos un pequeño agujero en la piel de la castaña. Luego un corte en la parte superior de la misma, y la vaciábamos dejando solo la piel. No siempre lo conseguíamos y había que volver a intentarlo. Pero si lo conseguíamos, nos quedaba la zona de la pipa, denominada cazoleta, en la que introducía el tabaco. Por el agujero lateral que habíamos hecho al principio, introducíamos la boquilla. Ésta la hacíamos con la madera del sauco. Buscábamos una rama que encajara en el agujero, le quitábamos la piel y, con un alambre sacábamos la médula blanca de su interior. Aunque nunca podíamos fumar pues, por unas causas u otras, no había forma de que aquello echara humo. Pero pasábamos el tiempo, nos divertíamos y no hacíamos daño a nadie.
Las endrinas. Tampoco podemos olvidarnos de las salidas al monte para buscar las endrinas. Íbamos por las camberas y sendas buscando, aquellas pequeñas frutas, que no comíamos directamente, pues en casa se utilizaban para hacer mermelada y fundamentalmente, el licor denominado pacharán, en el que se mezcla anís y endrinas. Si, era una actividad habitual en nuestros años jóvenes, ahora no se ve a mucha gente recolectando las endrinas. Hace unos meses, dando un paseo por la zona sur del pantano del Ebro, volví a fijarme en los arbustos en los que aparecían aquellas endrinas que nos gustaba coger.
Las moras. También las moras eran un fruto que formaba parte de nuestra dieta.
Aunque no había que recorrer mucho espacio para encontrarlas. En muchas de las fincas que había en los alrededores del barrio delimitados por paredes de piedra, así como en la cambera o en los distintos caminos que nos llevaban al monte, había zarzas. Estas se cubrían de flores, que poco a poco daban a paso a deliciosas moras. En los meses de agosto y septiembre, a finales del período vacacional, cuando jugábamos en la zona, siempre acabábamos en los bardales, recogiendo alguna mora con las que deleitábamos nuestro paladar. Pero también, es cierto, que ya en aquellos momentos, nos las ingeniábamos para tomar nuestro “vino”. En un bote u otro recipiente de parecido estilo, machacábamos las moras, obteniendo un zumo de color rojo, al que echábamos agua, produciendo un líquido que nos recordaba el vino tinto que tomaban nuestros padres. ¡Buenas tardes tomando un “vino” entre amigos!
En ocasiones, nuestras madres nos mandaban recoger moras para hacer compota o mermelada.
Como vemos en aquellos nos divertíamos con nuestros amigos, pero al mismo tiempo
con nuestros juegos, colaborábamos en la economía familiar.
El otoño también traía agua, que nos permitía desarrollar otros juegos, relacionados
con esta etapa del año. En ocasiones, era tal la cantidad de agua que circulaba por las cunetas, que nos permitía jugar a los barcos de papel que nosotros no construíamos y con los que competíamos. Otras veces, aprovechábamos cuando parte de la primera fila, desde la entrada al barrio hasta la zona donde vivía Horacio, estaba inundada de agua, para ver quién era capaz atravesar dicha zona. Evidentemente, no lo hacíamos andando o corriendo, sino montados en nuestras “bicis”. Eran las clásicas “bicis de mujer”, aquellas que no tenían la barra que unían la zona del manillar con el asiento. Tratábamos de pasar el tramo sin parar. Parecía fácil, pero no siempre lo conseguíamos, lo que se traducía, en el mejor de los casos, en pantalones y calcetines mojados. Y, por supuesto, que no tuviésemos la osadía de tener la bicicleta sin el guardabarros de la rueda trasera. En ese caso, la caladura era total y la bronca al llegar a casa, eran de las que ahora no nos podemos imaginar. Pero bueno, ya vendrían nuevas crecidas y volveríamos a competir con la pandilla.
También, era frecuente que todos los años, cuando llegaba la fecha de los Difuntos, tratáramos de hacernos con alguna calabaza, que casi siempre conseguíamos, a través del robo en algunas de las huertas que ya teníamos controladas. En una ocasión, nos desplazamos hasta Coo, en bicicleta, para robar dos calabazas, para meter miedo a los que pudiésemos en el barrio. La verdad, es que no me acuerdo como las trajimos en la bicicleta sin que nadie nos dijera nada, en el camino desde Coo al barrio. Ya en el barrio, a la calabaza la convertimos en una calavera, con sus correspondientes ojos, nariz y boca. Les cortábamos por la parte de arriba de manera que pudiéramos introducir una vela. Esperábamos la llegada del atardecer, y escondidos en el prado de Angelín, con la calavera situada en la pared, y cuando algún vecino o vecina se acercaba a la entrada del barrio, uno de los involucrados, cubierto de una sábana, cogía la calavera, encendíamos la vela y salía a la carretera. El susto que se llevaba la persona era impresionante, salía corriendo de tal forma que no había quien lo cogiera. Y allí nos quedábamos riéndonos del susto que le habíamos dado. La verdad que nos pasábamos, pero era un día al año, en el que manteníamos la tradición. Pero esta tradición, ya se ha perdido. Ahora ya se realizan otras fiestas que no son propias de nuestra tierra y cultura.
EL INVIERNO
En esta estación del año, nuestros juegos eran distintos, pues todo cambiaba. Las temperaturas bajaban, la nieve aparecía en el valle y lógicamente, también en nuestro
barrio. Era el momento de jugar en el barrio o en los prados que lo rodeaban. El juego básico consistía en tirarnos bolas de nieve los unos a los otros. Verdaderas batallas campales en el barrio, recogíamos nieve para hacer bolas y después tirárnoslas entre nosotros, sin que hubiera amigos o enemigos, bola formada, bolazo que se enviaba a quien más cerca se encontrara. Resultado, diversión y cansancio y cuando llegábamos a casa, bronca de nuestra madre por llevar la ropa empapada.
También, era frecuente que nos hiciéramos la competencia para ver quiénes éramos los que hacíamos el muñeco de nieve, más bonito del barrio. Así que realizamos un cuerpo en base a una bola, que poco a poco iba aumentando su volumen, a medida que la hacíamos rodar por la nieve. Así hacíamos dos o tres bolas de gran tamaño, que puestas las unas sobre las otras, daban lugar al cuerpo del muñeco. Obtenido el tronco, la cabeza era más fácil, girábamos la bola de nieve hasta obtener una más pequeña y redonda, que la situábamos encima del tronco y ya teníamos la estructura del muñeco.
El siguiente paso, era darle “vida” al muñeco. En la cara, le poníamos los ojos con dos piedras de carbón, la nariz con una zanahoria y la boca con varias piedras de carbón. A lo largo del tronco colocábamos varios trozos de carbón, que hacían las veces de botones. Para terminar la obra, una boina o un sombrero en la cabeza y una bufanda en el cuello. Habíamos terminado nuestro muñeco de nieve. Nos divertíamos y solo habíamos gastado una zanahoria y algunos trozos de carbón.
Estos muñecos de nieve, aparecían en muchas de las huertas del barrio, y que nos acompañarían durante unos días. Ahora, ya no es tan fácil, ver un muñeco de nieve en nuestro barrio o en nuestro pueblo. Lo cierto es que, tampoco hay nieve.
Pero en el invierno, también teníamos otros medios de divertirnos o al menos de
disfrutar del frío. En este período, era habitual, la llegada al pueblo de aves migratorias que se desplazaban huyendo del frío de Norte de Europa. Era el caso de las avefrías. Recuerdo haberlas visto, llegar al atardecer e ir a adentrarse en el campo del actual Ayuntamiento. Allí permanecieron varios días. Días de reposo, antes seguir su migración. Tardé muchos años en volver a ver esa emigración, de hecho, cuando era profesor en Viérnoles, uno de los días que me dirigía a clase, con mi coche por la autovía, al final de Barros, donde existe una finca, y en ella había una enorme bandada de avefrías que descansaban. También permanecieron varios días. Posteriormente desaparecieron. Nunca más he vuelto a ver a las avefrías.
Pero también, era el momento en que aprovechábamos para demostrar nuestra capacidad de cazar pájaros en tiempo de nieve. Agustín y yo, con el consejo de su tío Tinín, cazábamos pájaros en el prado de Angelín cubierto de nieve. Era muy sencillo. En una zona del prado, retirábamos la nieve, quedando un espacio verde, atractivo para que los pájaros picaran. En ese espacio, clavábamos un palo que, a su vez tenía atado un hilo de sedal con un anzuelo de pescar, como si fuera una pequeña caña. El anzuelo llevaba incorporada una gusana viva que se movía y atraía a los pájaros. Nosotros salíamos del “prao” y nos dirigíamos a la pared de Agustín, y desde allí controlábamos las distintas trampas. Cuando había suerte, corríamos para coger el pájaro que había caído en la trampa. Unas veces era un tordo, un gorrión, un petirrojo, una pisandera, o cualquiera de los pájaros migratorios del momento.
Aunque lo más frecuente en la caza de pájaros en aquellas épocas, era la utilización de
los conocidos “cepos”. Era el principal utensilio para cazar. Hechos de metal, con dos ballestas, que se abrían, un pincho en el que se ponía el pan y que con una varilla, se abría el cepo y se sujetaba el pincho donde estaba el pan. Se removía un poco la tierra, se ponía el cepo y se cubría con una fina capa de tierra, dejando sólo al descubierto el pan, o cualquier otro alimento atractivo para los pájaros. En ocasiones, el cepo lo atábamos con una cuerda a un palo que clavábamos en la tierra. Tratábamos de evitar que el pájaro caído en la trampa lo desplazara, aunque lo cierto es que una vez trabados los pájaros duraban poco con vida.
En nuestro pueblo hubo al menos un taller que fabricaba los cepos, que posteriormente se enviaban a Chiva, empresario que tenía su taller en las cercanías de la estación de Renfe. En taller al que nos referimos se llamaba Emvic, acrónimo de Emilio y Víctor, éste era mi tío. Allí estaban trabajando “Indio”, “El Rubio”, “Trubi” y otros más, verdaderos expertos en la fabricación de cepos. Mi hermano Chuchi, mi primo Víctor, Toño el hijo de Antonio, el Guardia Civil y yo, nos dedicábamos a la elaboración de felpudos. Con el tiempo la fabricación de cepos desapareció. Ahora, los podemos ver en anticuarios o museos etnográficos.
Otra forma de cazar pájaros, eran las trampas hechas por nosotros mismos. Una simple caja de madera o de cartón, un palo de tamaño pequeño, una larga cuerda y restos de migas de pan o maíz. Se colocaba la caja en el suelo, sobre uno de laterales más pequeños y sobre el otro lateral se ponía el palo atado a la cuerda. En el centro del espacio, que dejaba la caja se colocaba el alimento. Acto seguido, la larga cuerda la llevábamos a un lugar desde el cual pudiéramos ver los pájaros que entraban a comer, momento que nosotros aprovechábamos para dar un tirón a la cuerda, atraer el palo y que la caja cayera dejando a los pájaros en la trampa. Aquí había que tener cuidado, pues los pájaros estaban vivos y al tratar de cogerlos se podían escapar.
Tampoco podemos olvidarnos de otra “arma” de caza, que muchos de nosotros utilizábamos en la caza de pájaros y en ocasiones, para competir con tiros de piedra, contrabotes o botellas. Era el tiragomas, que fabricábamos nosotros. Una rama de arbusto en forma de Y, dos tiras de goma de rueda de bicicleta, que solíamos encontrar en el taller de Collantes en La Rasilla, y un trozo de cuero. Después a practicar y a ver si caía algún pájaro. Yo nunca conseguí matar uno y sólo me viene a la memoria José Manuel, el hijo de Nel y Pepita, cazando un gorrión que estaba entre las alubias de Tom.
En fin, dedicábamos una parte importante de nuestro tiempo a la captura de pájaros. Puede parecer un poco duro, que unos niños fueran tan agresivos con los animales. Creo que no lo éramos, simplemente aportábamos nuestros pequeños éxitos cazadores, a la variedad de la comida cotidiana. Podemos decir lo mismo de la pesca. El río Muriago, era una pequeña fuente de alimento para aquellos que atrevían a pescar a mano. Y los que iban a pescar al Besaya, tampoco lo hacían por diversión, era una fuente de ingresos en la economía familiar. El pescador, vendía sus truchas a los vecinos del barrio o del pueblo. Ahora, las cosas han cambiado, la caza es un deporte, cumple una función de selección y control de determinadas especies. Y, por otro lado, ahora la carne, la obtenemos a través de las granjas de todo tipo. Los pájaros ahora nos gustan, por sus colores, por sus trinos, por sus nidos y procuramos no molestarlos y disfrutar de ellos. No me arrepiento de haber cazado pájaros, me permitió distinguir las distintas especies, distinguir un macho de una hembra, el tipo de nidos que fabricaban y en los lugares donde solían construirlos, la diferencia de los huevos puestos por unos u otros pájaros. Rebuscábamos ente los zarzales, para ver si descubríamos los nidos de tordos, o en los eucaliptales de poca altura para ver los nidos de jilgueros. Éramos niños que disfrutábamos de la Naturaleza.
Pero el invierno, también nos traía otras fuentes de diversión a los jóvenes del barrio. Llegaban las vacaciones de Navidad y los Reyes Magos. ¿Qué más podíamos pedir los niños? Llegaban días sin estudios, días libres, también los dulces de Navidad, el turrón duro, el blando y el de yema, las peladillas y los piñones. Además, nos proporcionaba otros tipos de “juegos” con nuestros compañeros. La Navidad, implicaba poner el Nacimiento y el árbol. Así que, con gabardina y con katiuskas y la correspondiente bolsa, salíamos con los “colegas” en dirección a La Contrina, para recoger musgo que nos serviría para hacer los montes en nuestro Belén. Podíamos coger el musgo, en las paredes de las fincas que existían por el barrio, pero era la oportunidad de desplazarnos por las camberas hasta el monte. Allí seleccionábamos el musgo mejor conservado, de distintos verdes y poco a poco iba llenándose la bolsa. Pero también, había que encontrar el árbol de Navidad, aquel que iba estar en nuestra cocina, durante todas las navidades. En aquellos momentos, el árbol que buscábamos en el monte era el acebo. Un árbol habitual en los montes de la zona, muy apreciado con su forma cónica, con las hojas brillantes y con bordes con espinas y que en ocasiones presentaban bolas rojas. A veces cortábamos un acebo y luego encontrábamos otro mejor y también se cortaba. El abandonar un árbol no significaba nada, pero tengamos en cuenta que éramos muchas las personas que cortábamos árboles y esto provocó que, con el paso del tiempo, los acebos fuesen desapareciendo de la zona, convirtiéndose en una especie a proteger. Se dejaron de cortar, siendo sustituido por abetos o árboles artificiales.
Cumplido nuestro objetivo regresábamos a casa con nuestro musgo y acebo. Luego vendrían los días por la tarde en que, entre toda la familia montábamos el Belén y decorábamos el Árbol de Navidad. En mi familia, era habitual que el Belén lo pusiéramos en casa de mis abuelos Doroteo y Antonia. En un gran salón, todos los primos con nuestros tíos, bajo la dirección de nuestro abuelo procedíamos a montar un formidable Belén. En él aparecían las montañas, ríos e incluso zonas desérticas. Todos colaborábamos, todos aportábamos figuras: pastores, ovejas, lavanderas, pescadores, una cueva con la Sagrada Familia con la mula y el buey; tampoco faltaba el castillo de Herodes, con sus soldados romanos, que protegían las almenas y no podían faltar los tres Reyes Magos, que día a día, avanzaban en dirección al castillo y posteriormente a adorar al Niño nacido.
El Árbol de Navidad que poníamos en casa, iba decorado con sencillas guirnaldas de colores y con bolas de distinto tamaños y colores, con el tiempo se incorporaron las luces de colores.
También, creo recodar, que mis hermanas, traían del colegio figuras hechas en papel de colores, aunque predominaba el negro; eran figuras de estrellas, camellos, árboles de Navidad, que posteriormente se colgaban por el techo. La casa se convertía en un lugar
diferente al resto del año.
Los días de Navidad y Noche Vieja, nos reuníamos toda la familia a cantar delante del Belén villancicos. Allí cantábamos primos, padres, tíos y abuelos. Esos días éramos una familia mucho más unida que el resto del año. Todos colaborábamos y procurábamos no crear problemas. En aquellos días mi abuela, mis tías y mi madre estaban en la cocina preparando la cena y las rosquillas, galletas y, desde mi punto de vista, el extraordinario brazo de gitano elaborado por mi abuela Antonia, del que pasados los años todavía recuerdo su olor y sabor.
Esto que yo digo de mi familia, sucedía prácticamente en todas las familias del barrio. Desplazamiento a los pueblos a pasar las Navidades con los abuelos, en definitiva estrechar lazos familiares.
Pero las Navidades, tenían otras alegrías para los chicos del barrio. Todos éramos hijos
de trabajadores de la fábrica, como una buena parte de los niños de los pueblos limítrofes de nuestro municipio. Y esto significaba que, por estas fechas, la fábrica organizaba los Festivales de Navidad y Reyes. En un primer momento, estos festivales se realizaban en la zona de la fábrica, donde estaba la Oficina Central. Pero mis recuerdos, son de cuando se organizaban en el Salón de Aprendices. Allí íbamos llegando los niños desde los distintos valles de la zona, donde había obreros de Quijano. Unos venían en tren, otros en autobús, los demás de los distintos barrios del pueblo. En los primeros años íbamos, acompañados por nuestros padres, que mientras nosotros estábamos en el festival, ellos se iban con sus compañeros de fábrica a tomar unos vinos. Entrábamos por la puerta más cercana a la actual bolera, y desde allí a través del patio cubierto, en el que jugábamos al frontón y en el que dejábamos las bicicletas, nos desplazábamos hasta la portería y después de caminar por varios pasillos, llegábamos al
Salón de Aprendices. Desde la entrada hasta el Salón, íbamos en fila india controlados por los frailes y algunos de los obreros de la fábrica. Todos nos sentábamos en aquellas famosas sillas de metal construidas por los aprendices, y que nos iban a acompañar en nuestros años de estudio en la Salle. El ruido en el Salón era ensordecedor y así hasta que todos los niños entraban. En ese momento, el director de La Salle o algún enviado por la fábrica, solían dirigir unas palabras que todos aplaudíamos. Acto seguido, las luces se apagan y comenzaba la proyección de películas de Dibujos Animados, como Popeye el Marino, Tom y Jerry, el Pato Donald que nos hacían reír. En algunas ocasiones, podía había alguna actuación de payasos u otras actividades.
Después de este tiempo de alegría, provocada por los Dibujos Animados y otras actividades, llegaba el momento más deseado por todos los que allí estábamos. El sorteo de los distintos premios que se rifaban entre todos nosotros. Los premios eran distintas cestas de navidad.
Terminado el sorteo, los que no habíamos sido agraciados con los premios, cuando salíamos había varias personas de la fábrica repartiendo bolsas de productos de navidad:
polvorones, uvas pasas, peladillas, piñones, etc. Al llegar la final de la fila, a la salida del
colegio, nos esperaban nuestros padres.
Esto sucedía por la mañana, por la tarde, se producía el mismo acontecimiento, pero
solo con las niñas, hijas de los obreros de la fábrica.
Este mismo proceso se llevaba a cabo el día de Reyes, donde nuevamente unos y otros
asistíamos al Festival en el mismo lugar, los niños por la mañana y las niñas por la tarde, las mismas colas, la misma marabunta de risas, chillidos, empujones, pero con más ilusión, pues ahora los premios eran los juguetes, más atractivos para nosotros, por la mañana juguetes para niños, por la tarde juguetes para niñas. Entremedio, disfrutaríamos nuevamente de películas de Dibujos Animados. Como siempre, a la salida del salón, reparto de bolsa de juguetes para los no premiados.
Pero las Navidades, eran unas fiestas muy especiales, venían los Reyes Magos con todo
lo que suponía para nosotros. El día de la noche de Reyes, muchos de los niños del barrio
salíamos a la caseta del agua a ver pasar a la Cabalgata, que organizada por los vecinos de Somahoz, desfilaba por la carretera nacional hasta llegar a la iglesia de Los Corrales. Nosotros íbamos acompañados por nuestros padres. Pero había que regresar pronto, pues debíamos acostarnos antes que los Reyes Magos iniciaran el reparto de lo que les habíamos pedido. Cuando llegábamos a casa, veíamos por las calles a grupos de tres, cuatro o cinco chavales, vestidos como los Reyes Magos. En aquella época, era tradicional que los jóvenes se vistiesen de Reyes Magos, con sábanas que hacían de capas, con coronas reales hechas de manera artesanal en casa, y el Rey Negro, el preferido de los niños, con la cara pintada de negro con carbón, en ocasiones, les acompañaban algunos pajes. Recorrían los barrios del pueblo cantando villancicos por lo que les vecinos, les daban golosinas y dinero.
Recuerdo verlos desde el balcón de mi casa, acompañado de mis hermanos y mis padres, cantando en la casa de Ricardo y Toña y que posteriormente iban al resto de las casas.
Llegaban a nuestra casa, subían por las escaleras y al final llamaban a la puerta. Allí estaban los tres Reyes Magos, sabíamos que no eran ellos, pues vendrían por la noche, cuando todos estuviéramos en la cama, sino sus embajadores. Así que a recibirlos. Siempre, como si fuera un protocolo, nos preguntaban: “Cantamos o rezamos”. La respuesta siempre era la misma: “Cantar”. Y comenzaban a cantar un villancico. No sé, si lo hacían bien o mal, pero impresionaba, eran los embajadores de los Reyes Magos y como premio a su embajada les dábamos unos dulces y unas monedas, dos o tres pesetas, que luego repartirían entre todos los componentes del grupo.
Lo habitual era que todos les pidiéramos que cantasen, pero no siempre era así. Me cuenta Pilar, hija de Pepe “El Rubio” e Irene, que un año en el que había fallecido su padre, llegaron a cantar los Reyes, con la pregunta de “Cantamos o rezamos”. La buena de Irene, en recuerdo de su marido, respondió “Rezad”. Cuenta Pili, que los Reyes se quedaron sorprendidos, nunca esperaron esa petición, pero la resolvieron, Irene, les ayudó a rezar una oración, posiblemente el “Padre Nuestro”.
Esta era una tradición que, con el paso del tiempo, ha ido perdiendo vigencia. Me contaba Juanjo, el hijo de Clemente y de Esther, que ellos un año decidieron salir a cantar los Reyes por el pueblo. Eran Vicentín, hijo de Vicente y Rosa, Pepín, hijo de Pepe “El Cojo” y Tea, y Juanjo. El objetivo era cantar los Reyes y sacar unas pesetas, para disfrutar en las salidas juveniles de los fines de semana. Cuando salían del barrio en dirección a la Plaza, se encontraron con Octavio, el Guardia Municipal que vivía en Pendio, y les comenta que no pueden ir a cantar los Reyes pues está prohibido. Sorpresa, malas caras, pero hay que volver a casa sin poder cumplir con la tradición. Me cuenta Juanjo, por desagracia Vicentín y Pepín ya nos han abandonado, que no renunciaron a su deseo, se marcharon para casa, se quitaron la ropa de Reyes Magos, la metieron en una maleta, y buscaron a Román, taxista del barrio, para que los llevará a Mata. Allí, se vistieron de Reyes en casa de su tía, y se fueron a cantar villancicos por el pueblo y aledaños. Cumplido con la tradición y con unas pesetas y golosinas en el bolsillo, regresaron para el barrio caminando.
Esta tradición ya ha desparecido, ninguno de los niños han tenido la alegría de que los Reyes Magos se presenten en sus casas cantándoles villancicos y que ellos les den dulces y pesetas. Ahora los niños, los padres, se decantan por Papa Noel, por aquello de que los niños tienen más tiempo para disfrutar de los juguetes. Es posible, pero nosotros disfrutábamos de la visita de los Reyes Magos a nuestras casas, cantando villancicos. Pero bueno, las costumbres cambian.
En todo caso, lo cierto es que sabíamos que esa noche venían los “verdaderos” Reyes Magos. Había que cenar y prepararse para ir a la cama. Pero antes no debíamos olvidarnos de dejar un aperitivo para los Reyes y para los camellos. Así que dejábamos, al menos en mi casa, tres copas de ginebra, coñac u orujo para los Reyes y agua y un poco de maíz para los camellos.
Después a la cama a dormir, pues los Reyes no vendrían si estábamos despiertos. Al amanecer, salíamos disparados de la cama y allí, en la cocina, estaban los regalos. Todo bien envuelto. Comprobábamos, si los Reyes habían satisfecho nuestros deseos y nos habían traído lo que habíamos pedido. Olvidaba, como un mes antes de Reyes, habíamos escrito una carta a los Reyes Magos, hablándoles de nuestro buen comportamiento a lo largo del año y los regalos que deseábamos como premio a nuestro buen hacer. La carta la dejábamos en Correos, que en aquellos tiempos estaba situado en la antigua Casa Consistorial, donde actualmente está el teatro municipal. Esta había llegado a su destino, pues salvo algunos pequeños olvidos, compensados por otros juguetes, todo estaba allí. En aquellos momentos creo recordar, que la mayor parte de los juguetes se realizaban en madera y, en ocasiones se pintaban de colores. Salvo mi fuerte del Oeste americano, hecho por mi padre, los soldados, indios y caballos eran de plástico. O el fusil con su correspondiente bayoneta con culata de rojo. O incluso aquellas pistolas de juguete que disparaban tiros. Me acuerdo de unas maravillosas pistolas de “plata” que le trajeron los Reyes, al bueno de Marquitos. Eran unas pistolas con sus cartucheras, que eran una copia fidedigna de las que llevaba el famoso Llanero Solitario, al que el indio de nombre Toro, le acompañaba en las aventuras que veíamos en la tele y en los “chistes” de la época. Con la alegría propia de los niños, Marquitos salió disparando sus pistolas, pero tropezó, cayó y las pistolas salieron por los aires, produciéndose la rotura de las mismas. Lo Reyes ya no llegarían hasta el año siguiente, así que a Tom no le quedó más remedio que tratar de resolver el problema con pegamento. Todos teníamos percances con nuestros juguetes.
Pistolas que disparaban tiros, pues los Reyes nos las traían, con sus rollos de tiros que
tronaban por el barrio en las luchas entre “los sheriff y los bandidos”. En aquellos momentos, los buenos y los malos eran los delincuentes que veíamos en las películas o en las novelas. Entonces las referencias eran las películas del Oeste y había muchas novelas que también hablaban del Oeste, como por ejemplo las novelas de Manuel Lafuente Estefanía.
Un juego frecuente, en algunas casas era el Mecano, aquel juego en que venían piezas de metal, que nos permitían construir grúas, puentes, coches, etc. Como decimos, eran piezas de metal, pero construidas de tal forma que no existían riesgos de cortaduras ni de pinchazos. Era un juego, que permitía desarrollar las capacidades de leer planos de construcción, de contabilizar los agujeros en los que se tenían que sujetar los tornillos. Interesante y nos gustaba jugar con él.
Si eran chicas las cosas ya cambiaban, las típicas muñecas, las cocinitas, vestidos y cochecitos para las muñecas, cacharritos, etc. Eran juguetes muy ligados con el futuro de las mujeres: la casa, la maternidad, en fin cosas propias de las mujeres de la época.
Había otros juegos, en los que participaban todos los miembros de la familia. Quizás los más solicitados y alguna vez los Reyes nos los traían, los pidiésemos o no. Eran los Juegos Reunidos Geyper, aquella caja de cartón con una tapa en la que aparecía un niño jugando. Al levantar la tapa nos encontrábamos varios cartones doblados, que nos permitían jugar al parchís, a la oca, a la ruleta y otros más.
Pero la alegría dura poco. Apenas teníamos tiempo, para jugar con nuestros amigos del
barrio con los juguetes que habíamos recibidos; no olvidemos que dos días después de Reyes, se acababan las vacaciones e iniciábamos las clases. Volvíamos a centrarnos en las matemáticas, la escritura, el dibujo técnico y todo lo demás. Los juegos para las salidas y entradas en el colegio y para los recreos en el patio. Allí en el colegio jugábamos al frontón, al futbol, a correr y acoger el pañuelo. Allí, en la plaza nos situábamos 5 o 6 niños de cada bando, a una distancia determinada y en la mitad se situaba otro, y con el brazo extendido sosteniendo un pañuelo. Cada uno de los niños tenía un número. Cuando los dos equipos estaban colocados, el que estaba en el centro con el pañuelo, decía un número, y aquellos de los dos grupos que tenían dicho número, salían corriendo para ver si se quedaba con el pañuelo. Se trataba de llegar el primero, coger el pañuelo y regresar a su punto de partida, evitando ser cogido, con lo cual el otro era eliminado, en caso contrario el eliminado era él. Y así hasta que un grupo perdiera todos los individuos.
LA PRIMAVERA
Con la llegada de la primavera la vida en el barrio cambiaba. Los días eran más largos, el tiempo era más agradable y teníamos más tiempo para estar en la calle. Era el momento de estar por el barrio con nuestros amigos jugando y ocasiones haciendo algún estropicio en las huertas o en los prados. Pero fundamentalmente, tratábamos de divertirnos. Allí en las calles del barrio, practicábamos los juegos que habíamos aprendido en el patio de la escuela.
La peonza. Era habitual llevarla en el bolsillo o la cartera de clase. Era un juguete de madera con una punta de metal y un moño de madera. A éste se incorporaba una cuerda que permitía lanzar la peonza. Había que enrollar la cuerda partiendo del moño, del que salía la cuerda hasta la punta del metal y desde allí se iba enrollando hasta llegar hasta la mitad de la peonza. Acto seguido la cuerda se sujetaba a los dedos y cogiendo la peonza con la mano la lanzábamos a tierra, la peonza al llegar al suelo comenzaba a girar. Requería práctica, pero todos participábamos en el juego. En ocasiones jugábamos a desplazar las chapas de cervezas o una “perragorda”, desde un punto de salida a otro de llegada, el primero que llegaba a la meta era quien ganaba la partida.
En ocasiones, como todos teníamos las mismas peonzas de madera, esto provocaba pequeños conflictos sobre propiedad de la peonza. Para evitarlos teníamos pintadas las peonzas con pequeñas rayas circulares de distintos colores.
Las canicas. Era otro de los juegos que practicábamos. Las canicas eran de tres tipos. Las de barros, las más baratas, costaban una “perragorda” y eran las más habituales en nuestros bolsillos. Estaban hechas de barro cocido, pero poco a poco, a medida que íbamos jugando se iban desprendiendo pequeños trozos de las mismas. Otra de las canicas habituales era la de piedra, de un solo color, dependiendo el color del tipo de piedra que se había utilizado en su elaboración. Era una canica más cara, costaba una peseta, así que teníamos cuidado con ellas. Por cada golpe que dábamos a una canica, tenían que darnos una canica de barro. Diez de estas canicas, las cambiábamos por una de piedra. Luego estaban las canicas de cristal, éstas eran las más bonitas, las que todos deseábamos tener, pero eran muy caras y las más difícil de obtener. También jugábamos con canicas de hierro, a las que llamados “canicones”. Estas no nos costaban nada, nos los traían nuestros padres de la fábrica, extraídas de los rodamientos de bolas que se utilizaban en la fábrica.
Los juegos más frecuentes era el “triángulo” y el “gua”. En el primero, dibujamos en el suelo un triángulo; dependiendo del número de jugadores poníamos canicas en los vértices y lados del triángulo. Si éramos tres los jugadores, cada uno poníamos una canica en el vértice, si éramos cuatro, pues una canica en cada vértice y otra, en la mitad de uno de los lados del triángulo. Colocadas las canicas de los jugadores en el vértices y lados del triángulo. Después desde el triángulo lanzábamos la canica con la íbamos a jugar. El objetivo era ver quién iniciaba el juego, para ello lanzábamos la canica hasta la raya señalada como lugar de tiro, aquel que más se acercara a la raya sin pasarla era el que iniciaba el juego. El primero lanzaba la canica, tratando de sacar alguna de las canicas que había en el triángulo, si lo conseguía la canica pasaba a su bolsillo, siempre evitando que su canica quedara dentro del triángulo, pues dejaba de jugar, perdiendo su canica. Los demás, seguían jugando hasta que todas las canicas habían salido del triángulo.
El “gua”, era un juego en el hacíamos un pequeño agujero en la tierra. Desde el “gua” tirábamos las canicas en dirección a la raya de salida de juego. Quién quedara más cerca iniciaba el tiro. Uno tras otro, lanzábamos las canicas hasta el hoyo. Luego, se trataba de dar a las canicas de los otros y acto seguido, meter la nuestra en el “gua”, con lo que la canica, pasaba a manos del tirador, así hasta que todas desaparecieran del suelo. Ganaba quien más canicas tenía en sus bolsillos.
Era habitual que después de comer, antes de volver al colegio, fuésemos a jugar a las canicas en la zona de carretera que estaba al lado de la finca de Tom y de Nel. Allí, íbamos tres o cuatro chavales, y siempre aparecía Merceditas a jugar. Era la hija de Nel y Pepita “La Barbera”. El resultado siempre era el mismo, nosotros nos quedábamos sin canicas y la buena de Merceditas con la bolsa llena de las que ella traía, acompañadas por las que nos había ganado. Todos los días era igual, tenía un nivel de juego que no éramos capaces de superar. Así que a veces no la admitíamos o nos íbamos a jugar a otro sitio.
Las “chapas”. Era un juego que no nos costaba nada. Solamente necesitábamos las chapas que aparecían en los refrescos o en las cervezas. Íbamos por los bares pidiéndolas. También, buscábamos en la zona donde estaba el antiguo bar Gandiaga, en las cercanías del estanco de Senén. Entre el bar Gandiaga y el estanco de Senén, había un espacio donde estaba la bolera y una zona en la que se tiraba el serrín del suelo del bar y allí, solíamos encontrar chapas e incluso, en ocasiones, alguna “perragorda” o dos reales. Estas chapas, en ocasiones las dejábamos tal cual estaban, otras veces, poníamos en la zona interior la foto de un jugador de futbol, de un ciclista, etc., e incluso los más manitas introducían un cristal, que permitía ver la figura y al mismo tiempo las protegía de la tierra o posible rotura.
Conseguida la chapa y decorada, cualquier espacio era bueno para jugar. Sólo se trataba de dibujar en el suelo un circuito, por el que desplazábamos las chapas, a través de golpes dados por los dedos pulgar y corazón. Poco a poco, uno tras otro intentábamos atravesar el circuito, esto no era tan fácil pues lo construíamos con muchas curvas, con puentes o estrechamientos del circuito. Todo ello, hacía que muchas veces, nos saliéramos del circuito y tuviéremos que comenzar nuevamente desde la meta.
En definitiva, muchos juegos, los que realizábamos en la calle principal, la que daba al prao de Angelín, donde ahora está el colegio, pues era la zona donde nos reuníamos los jóvenes del barrio. Tampoco podemos olvidar del juego a la “zapatilla por detrás”, “al escondite”; en ambos juegos participábamos los niños y niñas del barrio.
Las niñas, tenían otros juegos, con los que se divertían. Era habitual en las niñas jugar a “la cuerda”. Cada niña tenía su propia cuerda y agarrándola con las manos por sus extremos, daban saltos sobre ella, así hasta que se cansaban o se aburrían. Más entretenido era “la comba”. La cuerda era más larga. Dos niñas, se ponían la una frente a la otra. Ambas al mismo ritmo, volteaban la cuerda y las otras niñas se ponían en fila para ir saltando la comba. Se solían dar tres saltos y salían por el otro extremo. Acto seguido entraba otra saltadora. Y si alguna se trababa con la cuerda, pues perdía y tenía que sustituir a una de las que volteaban la comba. Otro de los juegos habituales entre las chicas en el de “saltar a la goma”. Podía jugar diferente número de chicas, pero el número mínimo era de tres. Dos de ellas se situaban frente a frente y se ponían una goma a la altura de los tobillos. A partir de este momento, el resto de las chicas hacían distinto saltos sobre la goma. Si lo hacía bien, daba paso a otra de las niñas, que hacía los mismos saltos; si lo hacía mal, perdía pasando a ponerse en sustitución de una de las niñas que tenían la goma entre los pies.
Las chicas, tenían otros juegos relacionados con el mundo de la mujer: las muñecas, los vestidos, las cocinitas y cacharritos, con los que jugaban con sus amigas en los ratos libres.
Pero los chicos, teníamos otros juegos, en los que no participaban las chicas. Por ejemplo, era frecuente, que nos reuniéramos en la cambera, en las cercanías de la casa de Pilar “La Viuda”, donde practicábamos nuestras habilidades jugando a los bolos. Allí teníamos una bolera, formada por la propia cambera, con las dimensiones longitudinales que quisiéramos. Los bolos no eran de madera, sino botes que cogíamos en casa y que guardábamos en el bardal, cuando terminábamos la partida. Teníamos muchos botes, pues nuestras bolas no eran de madera, eran piedras que buscábamos por el río, cogiendo aquellas que más redondas fueran, y pero que al lanzarlas sobre los “bolos”, estos se doblaban o abollaban. Pero la verdad es que nos lo pasábamos bien.
También, en la cambera, nos reuníamos para “echar humo”, sintiéndonos mayores, pero sin que nuestros padres se enteraran. Y, en muchas ocasiones, preparando las siguientes tropelías que haríamos en el barrio, o hablando de las niñas que nos gustaban. Cosas de críos que comenzaban a ser jóvenes. Es de suponer que a las chicas les pasaría lo mismo.
También era el momento, de preparar nuestras escondidas “cabañas” entre el eucaliptal. Casetas que construíamos con ramas y cubríamos con helechos y que nos permitían escondernos “de los indios o de los alemanes”, dependiendo a lo que habíamos decidido jugar. En cualquier caso, había que hacernos con las armas de la época: los arcos y las flechas o las espadas y sin olvidarnos de las pistolas alemanas, con sus correspondientes medallas, típicas de los nazis. Nosotros jugábamos, pero no sabíamos nada de lo que significaban esas medallas. En todo caso, allí estaba José Luis, el hijo de José y Manolita, dispuesto a armarnos. Cogía los modelos de los “chistes” Hazaña Bélicas, y posteriormente los trasladaba a la madera. Allí, en la huerta de su casa estaba José Luis trabajando la madera con el hacha, la navaja, la lima, hasta que aparecía el arma que quería. En esta actividad contaba con la ayuda de Panín, que era hijo de Pano y Nati.
Pero también seguíamos con los pájaros. Ya no se trataba de conseguir carne, sino el poder disfrutar del agradable trino de los jilgueros o del canto de los tordos o de los malvises. En esta época, todos los pájaros, comenzaban a emparejarse y a esconder sus nidos en donde iban a poner huevos, para su incubación dando lugar a nuevas crías. Había muchos nidos de gorriones, pero no eran interesantes. El interés se centraba, en los jilgueros, en los tordos y los malvises. Los pájaros buscaban, lugares escondidos de difícil acceso para hacer sus nidos. Los tordos y malvises era habitual situarlos en las zonas de zarzas o en árboles con gran número de hojas, que imposibilitan la visión de los depredadores; los jilgueros, eran los pájaros más buscados para tenerlos en casa, por sus atractivos colores y sus melodiosos trinos. Quizá una de las personas más conocedoras de los tordos y jilgueros era Pepín, el hijo de Tea. Siempre me acuerdo de él, cuando le veías paseando por la cambera buscando nidos. Si querías un pájaro, tordo o jilguero, se lo decías a Pepín y problema resuelto.
En aquella época era frecuente tener en casa una jaula con un pájaro, bien jilguero o tordo. El jilguero lo teníamos en la ventana de la casa o en el balcón, por la noche poníamos la jaula dentro evitando cualquier problema, máxime en invierno. Con el jilguero había que comprar alpiste. Se convertía en uno más de la familia. El tordo no lo teníamos en la casa, normalmente estaba en la zona de debajo de la casa. Quizá uno de los tordos, más conocidos en el barrio, era el que tenía Tom en su casa. Le tenía en una jaula de mayor tamaño de la que utilizábamos para los jilgueros, hecha de madera. El tordo era más fácil de alimentar, pues tenía una mayor variedad de alimentos: las gusanas, pequeños caracoles, maíz, trozos de fruta, etc. El de Tom, llamaba la atención, por el intenso color negro de su plumaje, el amarillo de su pico y, por su canto, que se oía en muchas zonas del barrio, y que causaba la admiración a todos forasteros que entraban el barrio, y de pronto oían el silbido del tordo.
En este período de crianza, no se cazaban pájaros; los cepos, los tiragomas y las escopetas de perdigón, se mantenían en casa. Más adelante, iniciaríamos el período caza. Me acuerdo de las tardes pasadas debajo del cerezo de Agustín, donde ambos practicábamos la puntería, con cualquier pájaro que se posase en sus ramas.
Otro de los entretenimientos de esos momentos, era la captura de los grillos que cantaban en los prados de los alrededores del barrio. Era una de las actividades que hacíamos muchos días Agustín y yo, solos o acompañados por amigos y vecinos. Entrabamos en los praos y a seguir el sonido de los grillos buscando la cueva donde, una vez oído nuestro sonido, se refugiaba. Localizada la cueva del grillo, teníamos varios métodos para logar que salieran. Lo más frecuente, era meter una pajita de hierba por el agujero y comenzábamos a girarla tratando de conseguir que el grillo saliera de la cueva. También era habitual echar agua en la cueva del grillo, para que saliera de la cueva. Es cierto que era el medio más útil, pero no siempre había agua, pero lo suplíamos meando en la cueva. Cosas de niños. Pero el método más efectivo para cazar grillos, era sin lugar a dudas, el introducir hormigas por la boca de la cueva. Estas se adentraban por la cueva y los grillos no eran capaces de permanecer en la misma. En ocasiones, solíamos utilizar una navaja para sacar la tierra en la que estaba la cueva y rezar para el grillo estuviera allí. En ocasiones, no había suerte nos habíamos equivocado de cueva y nos encontramos que la que salía era una hembra de grillo.
Una vez con el grillo en la mano, íbamos a casa a meterlo en la jaula de grillos, que habíamos comprado a Julia “la hojalatera” en la zona de la plaza. Allí estaba el grillo en la ventana de nuestra casa. Lo alimentábamos a base de hojas de lechuga y en algunas ocasiones con migas de pan con unas gotitas de vino, intentando que cantara. Unas veces, lo conseguíamos otras se nos moría. Pero lo que sí es cierto, es que prácticamente, todos los chicos del barrio, teníamos un grillo en nuestra casa. Yo, muchas veces intenté, que se asentaran en el jardín de mi casa, pero no fui capaz de conseguirlo.
Otro de los insectos con los que solíamos jugar, era el escarabajo Sanjuanero. Este es un escarabajo inofensivo para las personas, por tanto, formaba parte de nuestros juegos. En la primavera, era habitual verlos por el suelo de la plaza o posados en los árboles que había en la misma. Los cogíamos con las manos y los metíamos en las cajas de cerillas. Cuando llegábamos a casa, atábamos a una de sus patas un hilo de coser y eso les permitía volar sin que se nos escapara.
EL VERANO
Cuando llegaban las vacaciones, no tengo muchos recuerdos de lo que pasaba en el barrio. Yo me marchaba de vacaciones a casa de mi abuela en Vega de Villafufre. Allí mis veranos se centraban en colaborar con las labores típicas de la zona pasiega: atender a las cosechas, participar en la limpieza de la cuadra, el llevar al ganado a beber al río, atropar el verde o participar en la recogida y meter en el pajar la hierba que se almacenaba para el invierno. Los juegos, con mis primos se centraban en el río: coger peces, cangrejos, truchas, anguilas y ocasiones alguna culebra, pues creíamos que eran varias truchas debajo de las piedras. No puedo olvidar, aquellas primeras truchas cogidas con la mano.
No son cosas del barrio, pero eran mis veranos. Pero cuando deje de ir a casa de mi abuela en verano, comencé a disfrutar de los veranos con los amigos del barrio y del colegio. Los días eran más largos, no teníamos deberes, algunos tenían que ir a la lección, pero fue una época maravillosa. Nuestros juegos seguían siendo los mismos, aunque incorporábamos otras actividades más de acuerdo con nuestra edad. Era el momento de las romerías.
Las Romerías. Muchos éramos los que deseábamos la llegada del verano, no solo por las horas de sol que teníamos para estar fuera de casa, jugando con nuestros amigos, sino porque era el momento de la celebración de las fiestas de los pueblos con sus romerías, con la llegada de las cadenas, los caballitos, las tómbolas, las casetas donde se vendía de todo, las churrerías, el baile y muchas más atracciones.
Al principio, para nosotros, la romería era la de San Juan, que se celebraba en La Rasilla. En aquellos momentos, La Rasilla era un espacio totalmente distinto a lo que hoy vemos. Allí estaba la bolera, con sus gradas en la zona del birle, donde se colocaban las autoridades el día del concurso de bolos de San Juan. Nos encontrábamos con una zona arbolada y con una fuente de agua potable, donde los críos teníamos por costumbre el jugar con el agua. También había bancos de piedras iguales a los que tenemos en la actual plaza de la Constitución. Y tampoco nos podemos olvidar del kiosco de Julia, en las cercanías de las gradas de la bolera. Durante varios días no salíamos de La Rasilla, allí corríamos entre los puestos y la gente, veíamos como jugaban los mayores en la tómbola y nosotros procurábamos sacar unas pesetas a nuestra madre, para poder dar una vuelta en los caballitos o en las cadenas, y poco más, pero disfrutábamos. Por la noche, acompañados de nuestros padres, nos sentábamos con la familia en los puestos, y nos obsequiaban con un vaso de casera de naranja y unas ruedas de churros. Además, nos encontrábamos con los amigos y nuestros padres nos dejaban estar con ellos, pudiendo subir a algunas atracciones de la feria.
A medida que pasaban los años, nuestros padres nos daban más libertad para ir solos a La Rasilla, durante las Fiestas de San Juan. Me acuerdo uno de los días de romería, en que todos felices quedamos debajo del avellano de la casa de Agustín, para ir a la verbena. Todos juntos nos dirigimos hasta la carretera general, la cruzamos y nos adentramos por el obscuro callejón, al final nos encontramos a Blanco, que todo sonriente, nos dijo: ¡Hoy me han dejado salir hasta las 12! Nosotros nos quedamos mirándole y le dijimos: ¡Coño, Blanco! ¿no habíamos quedado en lograr estar hasta el final de la verbena? Tuvimos que ir a hablar con sus padres para que le dejaran salir hasta el final de la verbena. Fue nuestra primera gran verbena: solos y con unos duros en el bolsillo. Fuegos artificiales, hoguera de San Juan.
Pero las cosas cambiaron. En el año 1971, se traslada la fiesta de la Nuestra Señora Virgen de la Cuesta, que se celebraba todos los años el 23 de agosto en La Rasilla, a la Campa de Pendio, en concreto al prao de Angelín, aquel en que todos jugábamos, y en el que ahora está el colegio de José María Pereda. Hay que decir, que la fiesta de la Virgen de la Cuesta coincidía, con la fecha de la entrada de los nacionales en el pueblo durante la guerra civil. Durante los años de 1964 y 1965, en el programa de fiestas se dice “FIESTAS DE LA LIBERACIÓN, XXVII ANIVERSARIO. En el año 1966 ya se habla de “FIESTAS EN HONOR DE Ntra. Sra. de la Cuesta”, y así sucede hasta el año de 1971. A partir de 1972 hasta 1976, los programas anuncian las actividades que se van a llevar a cabo durante las Fiestas de San Juan y las Fiestas de Ntra. Sra. de la Cuesta. Ha desaparecido en el programa, la referencia a las Fiesta de la Liberación. Pero cuando leemos las actividades que se van a celebrar durante las Fiestas de la Virgen de C Cuesta, el día 23 de agosto, se programa lo siguiente: XXXIX ANIVERSARIO DE LA LIBERACIÓN. A las doce, Santa Misa en la iglesia Parroquial de San Vicente Mártir.
Los que es interesante, es que las principales fiestas del pueblo de Los Corrales, dejan definitivamente la zona de La Rasilla, donde se habían celebrado desde un primer momento, para trasladarse a la Campa de Pendio. Ahí estuvo desde del año 1971 hasta 1976, ambos incluidos. Posteriormente, se trasladará a otras zonas del pueblo. Pero en todo caso, lo importante para nosotros es que teníamos las fiestas al lado de nuestra casa. En el prao de nuestros juegos infantiles. Salíamos de casa, saltábamos la pared y allí estaba la romería, las verbenas y todos los “cachivaches”. Además, estando al lado de casa, nuestros padres nos permitían estar prácticamente, hasta que terminaba la verbena. En todo caso, no podían dormir, con el ruido de la música del baile y de las atracciones.
Varias fueron las orquestas musicales, que pasaron por el prao de Angelín en estos 5 años en que las fiestas estuvieron allí, tanto en San Juan como en las Fiestas de Ntra. Sra. de la Cuesta. Las orquestas habituales eran la Orquesta BAHIA, la orquesta DANUBIO, la orquesta BRASIL, la Orquesta CUBANACAN y Orquesta EXÁTONOS. Desconozco de dónde eran estas orquestas. Sí tenemos alguna referencia sobre la orquesta CUBANACAN, originaria de Torrelavega, que surgió en el año 1956 y que actuaba por los pueblos de la provincia, pero al parecer, su mejor zona de actuación eran los pueblos de Asturias.
Pero también en año 1972, tuvo una relevancia especial en la fiesta de San Juan, un grupo musical que cosechó un enorme éxito en el mundo de la música a nivel provincial y las provincias de los alrededores. Eran LOS DUQUES, pero lo dejaremos para otro momento cuando hablemos de personas del barrio que destacaron en el mundo del deporte, de la escritura, de la política o a otros niveles. Ahora dejamos indicado que, en este grupo jugó un papel relevante nuestro vecino Manuel Fernández.
Es cierto, que las fiestas de San Juan y a las de Ntra. Sra. de la Cuesta jugaron un papel importante en el paso de la infancia a la juventud. No solo nos introducíamos en un mundo nuevo, si no que nos alejamos de la tutela de nuestros padres, también fortalecíamos la amistad con nuestros amigos de la infancia y hacíamos nuevos amigos y descubrimos a las chicas desde un punto de vista diferente. Ya no eran aquellas con las que jugábamos a la peonza, a las canicas, etc. Ahora se trataba de conseguir un baile.
Si bien es cierto que las Fiestas de San Juan tenían una enorme acogida por los jóvenes del barrio, no lo es menos que, durante la época de verano, acudíamos a todas las fiestas patronales que se llevaban a cabo en los pueblos del Municipio sino también otros del entorno. Aquellas salidas que realizábamos en bici, cruzando el puente colgante que atravesaba el río Besaya y que posteriormente, subíamos por la cuesta Ladreo, en dirección a las la fiesta del Cuco o las que hubiera en el municipio de San Felices.
Tampoco podemos olvidarnos, de la Fiesta de Los Remedios de Coo, donde asistíamos a ver bailar a los picayos de Coo y por la tarde a las romerías, utilizando nuevamente la bici como medio de transporte. Así como la fiesta de Barros, San Mateo, o la fiesta de San Roque en Somahoz, donde íbamos a ver el concurso de tiro, las carreras de saco y los bailes de la tarde. Y qué decir de la fiesta de San Bartolo, en Collao –en los documentos oficiales siempre se refiere al pueblo como Collado, pero todos utilizamos el nombre de Collao-. Esta era una de las fiestas a la que íbamos muchos de los vecinos del barrio. Solíamos ir por la cambera, bordeando el rio Muriago, llegando al prado de Camisón y continuábamos por la senda, que los vecinos de Collao, hacían para ir al trabajo. La otra opción era subir por la carretera, pero era más monótona. A esta fiesta en cuadrillas, con nuestros bocadillos y con las botas de vino, los mayores, y también con nuestra cajetilla de tabaco, bien Celtas, Ducados, Jean si era tabaco negro, o Bisonte, Pall Mall, Malboro, Winston, si era tabaco rubio; tampoco podemos olvidarnos de la famosa cajetilla de Piper, con sus correspondientes 20 cigarrillos mentolados con filtro. Allí estábamos, en el prado, tumbados, descansando de la caminata y saciando el hambre con nuestros bocatas y dando buenos tragos a la bota de vino. Después a esperar la llegada del baile y para pasar el tiempo, ir al bar de Norí, donde si teníamos suerte, nos sentábamos en la zona del balcón, que daba al lugar donde estaba situado el templete. Cuando comenzaba la música, íbamos al baile a ver si había suerte. El tiempo pasaba y había que volver al barrio, normalmente por la carretera, el monte ya no era atractivo por la noche.
Pero había más romerías, como las de Lombera y la de El Bardalón y por supuesto la de San Migueluco, que se celebraba en la Aldea. Esta era otra de las fiestas de gran renombre. De hecho, la plaza de llenaba de puestos de todo tipo, como el de los churros, ni el puesto de tiro ni los restantes puestos en los que se vendía de todo y, lógicamente, allí estaba el templete, donde se colocaba la orquesta que animaba el baile. El día de la misa, en la ermita de San Migueluco, hubo una época en que siempre aparecía el Coro de Danzas de Entremontañas en el que dedicaban una o dos danzas al Santo. Por la tarde y por la noche llegaba la romería y las verbenas, con los correspondientes bailes.
Una de las últimas romerías a la que acudíamos era la de Molledo, que tenía un gran atractivo para la gente de la zona, pero yo fui pocas veces. También es cierto, que muchos de los jóvenes del barrio, aquellos de más edad, se iban hasta Reinosa o Aguilar de Campo a las fiestas. Pero nunca fui, pues había que ir en tren o en autobús y hacía frío. De hecho, después de mucho tiempo, ejercí la docencia en el Instituto de Reinosa y nunca he pasado tanto frió como allí. Pero bueno, algunos de los vecinos del barrio encontraron a su amor en esas tierras.
Pero no era solo el momento de ir a las romerías. No debemos olvidarnos que, en este período de buen tiempo, muchos de los vecinos del barrio de los años de juventud, llevasen a cabo su proceso de iniciación, para situarse a la altura de los de mayor edad. Esto consistía en entrar en las galerías de la cueva del Moro. Una de las personas que entraron en la cueva en varias ocasiones fue Manolo Fernández. Él, cuenta que para llegar a la cueva había que dirigirse por la cambera que iba paralela al río Muriago, en dirección al prao de Camisón. A uno 500 metros del inicio del camino, había que descender hasta el río y al cruzarlo se encontraba la cueva, oculta entre matorrales. La entrada era de unos 40 centímetros de altura, y a través de un túnel de aproximadamente 10 metros, se llegaba a una gruta de forma semiesférica de unos 9 metros de altura y 5 metros de diámetro. En la pared de la derecha de esta gruta, surgía otro túnel de aproximadamente de unos 10 metros, por el que se podía pasar de pie. A partir de esos 10 metros, nos encontramos con una nueva gruta alargada de unos 30 metros de longitud y de una forma de seta, en el tronco llegaba a la altura de la cintura de los chicos. Todo este pasadizo, terminaba en una pared frontal donde había varias cavidades, que se prolongaban hacia el interior, pero cuenta Manolo que él nunca pasó por ellos. Pero se comenta que los hijos de Ramón “Patachula” y Mauricia “La Mora”, que vivieron en la anteúltima casa de barrio, si atravesaron dichos túneles.
Una de las cosas curiosas de la entrada a la cueva, es que los amigos de Manolo, que la visitaban con frecuencia, diseñaron un pequeño artilugio para atravesar la zona estrecha y baja para que no tuvieran que arrastrase por el suelo de la cueva hasta llegar a la primera sala. Esto provocaba manchas y, en ocasiones, rotura de la ropa. El problema lo resolvieron mediante, una tabla con dos cuerdas, una atada en la parte delantera y la otra en la zona trasera. El primero que entraba en la cueva se arrastraba apoyado en la tabla. Al final del trayecto, los que estaban a la entrada, atraían la tabla mediante la cuerda y allí se montaba otro de los amigos, siendo el que estaba en el interior el que tiraba de la cuerda. Así sucesivamente, hasta que todos estaban dentro. Y lo mismo sucedía cuando terminaban la visita a la cueva.
Tengo que decir que siempre tuve miedo de entrar en las cuevas, así que nunca pude hacerlo. Siempre tuve envidia de mis amigos que comentaban que habían estado en la cueva, y me animaba a entrar, pero nunca lo hice. Lo curioso es que cuando me fui a Salamanca a estudiar, en la Universidad, me especialicé en el Arte Paleolítico, lo que hice después de visitar muchas cuevas que existen en la Cornisa Cantábrica y también de participar en excavaciones de cuevas con yacimientos prehistóricos. Ahora me gustan las cuevas, e incluso recuerdo, que uno de los años que vine de Salamanca, durante las vacaciones de verano, fui con mis amigos Agustín y Raúl, a visitar una pequeña cueva que estaba por la zona de la cueva del Moro, pero no parece ser la que describe Manolo. Lo que si es cierto es, que allí nos encontramos no instrumentos paleolíticos, sino un impresionante paquete de puntas de un gran tamaño que pertenecían a la fábrica de NMQ, SA. Cosas de la vida.
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