Esta era una época en la que, los jueves, día en el que no teníamos clase por la tarde, nos desplazábamos a los montes de los alrededores a recoger castañas. Nuestros montes preferidos eran la zona de Nogalejas, Fresneda y sobre todo la Contrina. Salíamos del barrio, dirigiéndonos a la cambera y a través de “las escalerillas”, nos trasladábamos hasta las fincas que había en la zona cerca del monte. La más interesante era la finca de “El Cojo”. Allí nos “esperaba” un magnífico castaño, algunas de sus ramas daban al camino, lo cual provocaba que pronto desaparecían, así que no quedaba más remedio que saltar la pared y recoger las castañas que había en el prao o con un palo tirar los erizos del árbol. No llevaba mucho tiempo, pues había que ser rápidos y tener algún vigilante que nos avisara de la presencia del dueño, que era cojo, pero corría y daba unos gritos que nos hacían poner “pies en polvorosa”.
Había también otro prao, en las cercanías de donde hoy está la gasolinera, con dos castaños, de fácil acceso y que no daba muchos problemas con los propietarios. Pasábamos el río Muriago y a recoger castañas.
Estas salidas las hacíamos por la tarde, pues estábamos cerca del barrio y cualquier rato era bueno. Cuando íbamos a la Contrina, salíamos del barrio por el camino de Pendio y
llegábamos pasando la casa del “Cojo” y continuando por una cambera que conducía a las huertas que existían a mano izquierda, donde hoy están dos grandes chalets. Allí nos
encontrábamos con una pared, con un pequeño escalón que daba acceso a una gran finca. Íbamos al lado de la pared hasta llegar al rio Muriago. Al pasar el rio, había otra pared, que separaba dos fincas. Al lado de la pared, nos encontrábamos con otro castaño que nos permitía rellenar nuestros bolsillos de castañas.
Un poco más allá de este castaño, estaba la casa de la familia Rivero, que era el punto
de partida hacía la Contrina. Si nos desplazamos, siguiendo el camino que iba al lado del río, después de una suave caminata, llegábamos al prado de Camisón y allí ya nos encontrábamos muy cerca de nuestro objetivo: la zona de castaños en el monte. Otra opción, la más habitual, era la de ir por la ladera del monte hasta el barrio de la Contrina. Era un camino, por el que se desplazaban los carros y que también utilizaban los obreros de la zona para ir a la fábrica. A mitad del camino, que nos llevaba a la cima del monte Jedo, está la Contrina, barrio en el que, en aquellos momentos, había un grupo de casas, donde vivían compañeros del colegio como Pepe, que con el tiempo se convirtió en repartidor de pan por el pueblo. También vivía Benito, alto y delgado, trabajador de la fábrica, gran amigo de mi padre. Benito tenía un hijo con el mismo nombre y que también asistió al colegio. Por tanto, amigos y conocidos que nos orientaban en la zona de castañas.
Pasando la última casa del barrio, había un bosque de castaños. Todos los amigos
del barrio, iniciábamos la recolección de castañas, por los alrededores. Primero las castañas que aparecían por el suelo, luego los erizos que abríamos pisándolas, y que posibilitaban la salida de las castañas y cuando no quedaban castañas en el suelo, uno o varios de nosotros nos subíamos al árbol y agitábamos las ramas para provocar la caída
de nuevas castañas. Así, un árbol tras otro y, poco a poco, llenábamos nuestras bolsas de tela. Cogíamos castañas, pero, además hacíamos un gran esfuerzo físico: subida al monte, agacharte para coger las castañas, pisar los erizos y subir y bajar a los árboles para sacudir las ramas. Era agotador, llegaba el momento de descansar, de tomar un bocata y un poco de casera, si era de naranja mejor. En aquellos momentos, no existían otros refrescos o al menos nuestros padres, no podían permitírselo. Pero disfrutábamos con nuestros amigos del barrio, buena cosecha de castañas, y de nuevo para casa a ver quién llegaba antes hasta casa de Rivero. Nuevamente agrupados, tranquilos y satisfechos, para presumir de nuestra aportación a la familia.
Ya en casa, seleccionábamos las castañas, desechando las que tuvieran bichos, dejando al resto en el balcón de la casa, sobre hojas de periódicos. Estas castañas formaban parte de nuestra dieta alimenticia durante un período del año. Era gratis, practicábamos deporte sin pagar gimnasio, consolidaba la amistad con los amigos y todos disfrutábamos.
Las castañas las comíamos de tres formas diferentes:
a) Crudas. Eran para mí, las más ricas. No había que hacer nada, salvo pelarlas y comer. Es cierto que pelarlas, en ocasiones era complicado, pues la cáscara era fácil de quitar, pero la piel de la semilla llevaba más tiempo, siendo en ocasiones difícil de quitarla. Por eso, las poníamos en el balcón para que les diera el sol y que la piel se separa de la castaña, siendo más fácil limpiarla. Y si no, teníamos un cuchillo para quitarla. Problema resuelto y a comer.
b) Asadas. Han sido la forma más tradicional de cocinarlas. Simplemente, le dábamos
un pequeño corte, las dejábamos encima de la cocina y allí se asaban. La limpieza de la
cáscara y de la piel era más fácil. En la zona norte, aquí en nuestro pueblo, la fiesta de la
castañas a asadas, se conoce como el día de la Magosta. Los vecinos acudían al monte
recolectaban castañas, y un día de la semana, preferentemente sábado o domingo, se reunían en una zona del pueblo a asar las castañas, para que los vecinos del pueblo pasaran un rato todos reunidos, comiendo castañas y tomando un vasito de orujo blanco. Ahora se sigue realizando en nuestro pueblo, pero ya no se van a buscar al monte, ahora se compran en el mercado por parte del Ayuntamiento.
Las castañas asadas se vendían en la calle. No recuerdo muy bien si aquí se hacía así,
pero cuando me fui a Salamanca a seguir mis estudios universitarios, me encontré que, en los meses de invierno, en muchas de las calles de la ciudad y en la Plaza Mayor se encontraban las castañeras, mujeres que pasaban horas asando castañas, que vendían a las personas en cantidades de 12 castañas y que nos llevábamos en cucuruchos de papel de periódico. Buen remedio contra el frío, en aquellas tardes de invierno en las calles de Salamanca. Con el tiempo la venta de castañas, allí en Salamanca, se llevaba a cabo por parte de los estudiantes de las distintas Facultades, para sacar dinero para el Paso del Ecuador o el Viaje de Fin de Carrera.
c) Cocidas. Es una elaboración muy sencilla. A la castaña se le daba un pequeño corte y
posteriormente se cocían durante unos 20 minutos. Pasado el tiempo la castaña estaba lista para comer.
La castaña era una fruta que no costaba dinero, y por tanto habitual en las mesas de las cocinas del barrio, y permitía estrechar lazos de amistad entre los vecinos, pues era frecuente que, nuestros padres, nos acompañaran en la recogida de castañas. Aunque, sin lugar a dudas, nos lo pasábamos mejor con nuestros amigos y compañeros del barrio.
Las castañas jugaron un papel muy importante en nuestra infancia y juventud, estando presente en la mesa de nuestras casas, como fruta de otoño, pero las castañas también fueron importantes en nuestros juegos. Cuando desde la tienda de Angelín nos dirigíamos hacia la zona de Pendio, a lo largo de la elevada pared de piedra que delimitaba la finca de Mazarrasa, actualmente donde se ubica la Casa Consistorial, nos encontrábamos enormes castaños de Indias. Hace tiempo que desaparecieron, hoy solo
nos quedan los troncos como recuerdo de su gran porte. Daban unos frutos muy similares a las castañas que nosotros recogíamos en el monte. Pero solían ser más grandes y no eran comestibles.
Pero servían para fabricar las famosas “pipas de fumar”, con las que emulábamos a la
gente mayor que utilizaba pipas para fumar tabaco. Recogíamos las más grandes que había en el camino, luego nos reuníamos en casa de alguno de los amigos y construíamos la pipa.
Primero, hacíamos un pequeño agujero en la piel de la castaña. Luego un corte en la parte superior de la misma, y la vaciábamos dejando solo la piel. No siempre lo conseguíamos y había que volver a intentarlo. Pero si lo conseguíamos, nos quedaba la zona de la pipa, denominada cazoleta, en la que introducía el tabaco. Por el agujero lateral que habíamos hecho al principio, introducíamos la boquilla. Ésta la hacíamos con la madera del sauco. Buscábamos una rama que encajara en el agujero, le quitábamos la piel y, con un alambre sacábamos la médula blanca de su interior. Aunque nunca podíamos fumar pues, por unas causas u otras, no había forma de que aquello echara humo. Pero pasábamos el tiempo, nos divertíamos y no hacíamos daño a nadie.
Las endrinas. Tampoco podemos olvidarnos de las salidas al monte para buscar las endrinas. Íbamos por las camberas y sendas buscando, aquellas pequeñas frutas, que no comíamos directamente, pues en casa se utilizaban para hacer mermelada y fundamentalmente, el licor denominado pacharán, en el que se mezcla anís y endrinas. Si, era una actividad habitual en nuestros años jóvenes, ahora no se ve a mucha gente recolectando las endrinas. Hace unos meses, dando un paseo por la zona sur del pantano del Ebro, volví a fijarme en los arbustos en los que aparecían aquellas endrinas que nos gustaba coger.
Las moras. También las moras eran un fruto que formaba parte de nuestra dieta.
Aunque no había que recorrer mucho espacio para encontrarlas. En muchas de las fincas que había en los alrededores del barrio delimitados por paredes de piedra, así como en la cambera o en los distintos caminos que nos llevaban al monte, había zarzas. Estas se cubrían de flores, que poco a poco daban a paso a deliciosas moras. En los meses de agosto y septiembre, a finales del período vacacional, cuando jugábamos en la zona, siempre acabábamos en los bardales, recogiendo alguna mora con las que deleitábamos nuestro paladar. Pero también, es cierto, que ya en aquellos momentos, nos las ingeniábamos para tomar nuestro “vino”. En un bote u otro recipiente de parecido estilo, machacábamos las moras, obteniendo un zumo de color rojo, al que echábamos agua, produciendo un líquido que nos recordaba el vino tinto que tomaban nuestros padres. ¡Buenas tardes tomando un “vino” entre amigos!
En ocasiones, nuestras madres nos mandaban recoger moras para hacer compota o mermelada.
Como vemos en aquellos nos divertíamos con nuestros amigos, pero al mismo tiempo
con nuestros juegos, colaborábamos en la economía familiar.
El otoño también traía agua, que nos permitía desarrollar otros juegos, relacionados
con esta etapa del año. En ocasiones, era tal la cantidad de agua que circulaba por las cunetas, que nos permitía jugar a los barcos de papel que nosotros no construíamos y con los que competíamos. Otras veces, aprovechábamos cuando parte de la primera fila, desde la entrada al barrio hasta la zona donde vivía Horacio, estaba inundada de agua, para ver quién era capaz atravesar dicha zona. Evidentemente, no lo hacíamos andando o corriendo, sino montados en nuestras “bicis”. Eran las clásicas “bicis de mujer”, aquellas que no tenían la barra que unían la zona del manillar con el asiento. Tratábamos de pasar el tramo sin parar. Parecía fácil, pero no siempre lo conseguíamos, lo que se traducía, en el mejor de los casos, en pantalones y calcetines mojados. Y, por supuesto, que no tuviésemos la osadía de tener la bicicleta sin el guardabarros de la rueda trasera. En ese caso, la caladura era total y la bronca al llegar a casa, eran de las que ahora no nos podemos imaginar. Pero bueno, ya vendrían nuevas crecidas y volveríamos a competir con la pandilla.
También, era frecuente que todos los años, cuando llegaba la fecha de los Difuntos, tratáramos de hacernos con alguna calabaza, que casi siempre conseguíamos, a través del robo en algunas de las huertas que ya teníamos controladas. En una ocasión, nos desplazamos hasta Coo, en bicicleta, para robar dos calabazas, para meter miedo a los que pudiésemos en el barrio. La verdad, es que no me acuerdo como las trajimos en la bicicleta sin que nadie nos dijera nada, en el camino desde Coo al barrio. Ya en el barrio, a la calabaza la convertimos en una calavera, con sus correspondientes ojos, nariz y boca. Les cortábamos por la parte de arriba de manera que pudiéramos introducir una vela. Esperábamos la llegada del atardecer, y escondidos en el prado de Angelín, con la calavera situada en la pared, y cuando algún vecino o vecina se acercaba a la entrada del barrio, uno de los involucrados, cubierto de una sábana, cogía la calavera, encendíamos la vela y salía a la carretera. El susto que se llevaba la persona era impresionante, salía corriendo de tal forma que no había quien lo cogiera. Y allí nos quedábamos riéndonos del susto que le habíamos dado. La verdad que nos pasábamos, pero era un día al año, en el que manteníamos la tradición. Pero esta tradición, ya se ha perdido. Ahora ya se realizan otras fiestas que no son propias de nuestra tierra y cultura.
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