Con la llegada de la primavera la vida en el barrio cambiaba. Los días eran más largos, el tiempo era más agradable y teníamos más tiempo para estar en la calle. Era el momento de estar por el barrio con nuestros amigos jugando y ocasiones haciendo algún estropicio en las huertas o en los prados. Pero fundamentalmente, tratábamos de divertirnos. Allí en las calles del barrio, practicábamos los juegos que habíamos aprendido en el patio de la escuela.
La peonza. Era habitual llevarla en el bolsillo o la cartera de clase. Era un juguete de madera con una punta de metal y un moño de madera. A éste se incorporaba una cuerda que permitía lanzar la peonza. Había que enrollar la cuerda partiendo del moño, del que salía la cuerda hasta la punta del metal y desde allí se iba enrollando hasta llegar hasta la mitad de la peonza. Acto seguido la cuerda se sujetaba a los dedos y cogiendo la peonza con la mano la lanzábamos a tierra, la peonza al llegar al suelo comenzaba a girar. Requería práctica, pero todos participábamos en el juego. En ocasiones jugábamos a desplazar las chapas de cervezas o una “perragorda”, desde un punto de salida a otro de llegada, el primero que llegaba a la meta era quien ganaba la partida.
En ocasiones, como todos teníamos las mismas peonzas de madera, esto provocaba pequeños conflictos sobre propiedad de la peonza. Para evitarlos teníamos pintadas las peonzas con pequeñas rayas circulares de distintos colores.
Las canicas. Era otro de los juegos que practicábamos. Las canicas eran de tres tipos. Las de barros, las más baratas, costaban una “perragorda” y eran las más habituales en nuestros bolsillos. Estaban hechas de barro cocido, pero poco a poco, a medida que íbamos jugando se iban desprendiendo pequeños trozos de las mismas. Otra de las canicas habituales era la de piedra, de un solo color, dependiendo el color del tipo de piedra que se había utilizado en su elaboración. Era una canica más cara, costaba una peseta, así que teníamos cuidado con ellas. Por cada golpe que dábamos a una canica, tenían que darnos una canica de barro. Diez de estas canicas, las cambiábamos por una de piedra. Luego estaban las canicas de cristal, éstas eran las más bonitas, las que todos deseábamos tener, pero eran muy caras y las más difícil de obtener. También jugábamos con canicas de hierro, a las que llamados “canicones”. Estas no nos costaban nada, nos los traían nuestros padres de la fábrica, extraídas de los rodamientos de bolas que se utilizaban en la fábrica.
Los juegos más frecuentes era el “triángulo” y el “gua”. En el primero, dibujamos en el suelo un triángulo; dependiendo del número de jugadores poníamos canicas en los vértices y lados del triángulo. Si éramos tres los jugadores, cada uno poníamos una canica en el vértice, si éramos cuatro, pues una canica en cada vértice y otra, en la mitad de uno de los lados del triángulo. Colocadas las canicas de los jugadores en el vértices y lados del triángulo. Después desde el triángulo lanzábamos la canica con la íbamos a jugar. El objetivo era ver quién iniciaba el juego, para ello lanzábamos la canica hasta la raya señalada como lugar de tiro, aquel que más se acercara a la raya sin pasarla era el que iniciaba el juego. El primero lanzaba la canica, tratando de sacar alguna de las canicas que había en el triángulo, si lo conseguía la canica pasaba a su bolsillo, siempre evitando que su canica quedara dentro del triángulo, pues dejaba de jugar, perdiendo su canica. Los demás, seguían jugando hasta que todas las canicas habían salido del triángulo.
El “gua”, era un juego en el hacíamos un pequeño agujero en la tierra. Desde el “gua” tirábamos las canicas en dirección a la raya de salida de juego. Quién quedara más cerca iniciaba el tiro. Uno tras otro, lanzábamos las canicas hasta el hoyo. Luego, se trataba de dar a las canicas de los otros y acto seguido, meter la nuestra en el “gua”, con lo que la canica, pasaba a manos del tirador, así hasta que todas desaparecieran del suelo. Ganaba quien más canicas tenía en sus bolsillos.
Era habitual que después de comer, antes de volver al colegio, fuésemos a jugar a las canicas en la zona de carretera que estaba al lado de la finca de Tom y de Nel. Allí, íbamos tres o cuatro chavales, y siempre aparecía Merceditas a jugar. Era la hija de Nel y Pepita “La Barbera”. El resultado siempre era el mismo, nosotros nos quedábamos sin canicas y la buena de Merceditas con la bolsa llena de las que ella traía, acompañadas por las que nos había ganado. Todos los días era igual, tenía un nivel de juego que no éramos capaces de superar. Así que a veces no la admitíamos o nos íbamos a jugar a otro sitio.
Las “chapas”. Era un juego que no nos costaba nada. Solamente necesitábamos las chapas que aparecían en los refrescos o en las cervezas. Íbamos por los bares pidiéndolas. También, buscábamos en la zona donde estaba el antiguo bar Gandiaga, en las cercanías del estanco de Senén. Entre el bar Gandiaga y el estanco de Senén, había un espacio donde estaba la bolera y una zona en la que se tiraba el serrín del suelo del bar y allí, solíamos encontrar chapas e incluso, en ocasiones, alguna “perragorda” o dos reales. Estas chapas, en ocasiones las dejábamos tal cual estaban, otras veces, poníamos en la zona interior la foto de un jugador de futbol, de un ciclista, etc., e incluso los más manitas introducían un cristal, que permitía ver la figura y al mismo tiempo las protegía de la tierra o posible rotura.
Conseguida la chapa y decorada, cualquier espacio era bueno para jugar. Sólo se trataba de dibujar en el suelo un circuito, por el que desplazábamos las chapas, a través de golpes dados por los dedos pulgar y corazón. Poco a poco, uno tras otro intentábamos atravesar el circuito, esto no era tan fácil pues lo construíamos con muchas curvas, con puentes o estrechamientos del circuito. Todo ello, hacía que muchas veces, nos saliéramos del circuito y tuviéremos que comenzar nuevamente desde la meta.
En definitiva, muchos juegos, los que realizábamos en la calle principal, la que daba al prao de Angelín, donde ahora está el colegio, pues era la zona donde nos reuníamos los jóvenes del barrio. Tampoco podemos olvidar del juego a la “zapatilla por detrás”, “al escondite”; en ambos juegos participábamos los niños y niñas del barrio.
Las niñas, tenían otros juegos, con los que se divertían. Era habitual en las niñas jugar a “la cuerda”. Cada niña tenía su propia cuerda y agarrándola con las manos por sus extremos, daban saltos sobre ella, así hasta que se cansaban o se aburrían. Más entretenido era “la comba”. La cuerda era más larga. Dos niñas, se ponían la una frente a la otra. Ambas al mismo ritmo, volteaban la cuerda y las otras niñas se ponían en fila para ir saltando la comba. Se solían dar tres saltos y salían por el otro extremo. Acto seguido entraba otra saltadora. Y si alguna se trababa con la cuerda, pues perdía y tenía que sustituir a una de las que volteaban la comba. Otro de los juegos habituales entre las chicas en el de “saltar a la goma”. Podía jugar diferente número de chicas, pero el número mínimo era de tres. Dos de ellas se situaban frente a frente y se ponían una goma a la altura de los tobillos. A partir de este momento, el resto de las chicas hacían distinto saltos sobre la goma. Si lo hacía bien, daba paso a otra de las niñas, que hacía los mismos saltos; si lo hacía mal, perdía pasando a ponerse en sustitución de una de las niñas que tenían la goma entre los pies.
Las chicas, tenían otros juegos relacionados con el mundo de la mujer: las muñecas, los vestidos, las cocinitas y cacharritos, con los que jugaban con sus amigas en los ratos libres.
Pero los chicos, teníamos otros juegos, en los que no participaban las chicas. Por ejemplo, era frecuente, que nos reuniéramos en la cambera, en las cercanías de la casa de Pilar “La Viuda”, donde practicábamos nuestras habilidades jugando a los bolos. Allí teníamos una bolera, formada por la propia cambera, con las dimensiones longitudinales que quisiéramos. Los bolos no eran de madera, sino botes que cogíamos en casa y que guardábamos en el bardal, cuando terminábamos la partida. Teníamos muchos botes, pues nuestras bolas no eran de madera, eran piedras que buscábamos por el río, cogiendo aquellas que más redondas fueran, y pero que al lanzarlas sobre los “bolos”, estos se doblaban o abollaban. Pero la verdad es que nos lo pasábamos bien.
También, en la cambera, nos reuníamos para “echar humo”, sintiéndonos mayores, pero sin que nuestros padres se enteraran. Y, en muchas ocasiones, preparando las siguientes tropelías que haríamos en el barrio, o hablando de las niñas que nos gustaban. Cosas de críos que comenzaban a ser jóvenes. Es de suponer que a las chicas les pasaría lo mismo.
También era el momento, de preparar nuestras escondidas “cabañas” entre el eucaliptal. Casetas que construíamos con ramas y cubríamos con helechos y que nos permitían escondernos “de los indios o de los alemanes”, dependiendo a lo que habíamos decidido jugar. En cualquier caso, había que hacernos con las armas de la época: los arcos y las flechas o las espadas y sin olvidarnos de las pistolas alemanas, con sus correspondientes medallas, típicas de los nazis. Nosotros jugábamos, pero no sabíamos nada de lo que significaban esas medallas. En todo caso, allí estaba José Luis, el hijo de José y Manolita, dispuesto a armarnos. Cogía los modelos de los “chistes” Hazaña Bélicas, y posteriormente los trasladaba a la madera. Allí, en la huerta de su casa estaba José Luis trabajando la madera con el hacha, la navaja, la lima, hasta que aparecía el arma que quería. En esta actividad contaba con la ayuda de Panín, que era hijo de Pano y Nati.
Pero también seguíamos con los pájaros. Ya no se trataba de conseguir carne, sino el poder disfrutar del agradable trino de los jilgueros o del canto de los tordos o de los malvises. En esta época, todos los pájaros, comenzaban a emparejarse y a esconder sus nidos en donde iban a poner huevos, para su incubación dando lugar a nuevas crías. Había muchos nidos de gorriones, pero no eran interesantes. El interés se centraba, en los jilgueros, en los tordos y los malvises. Los pájaros buscaban, lugares escondidos de difícil acceso para hacer sus nidos. Los tordos y malvises era habitual situarlos en las zonas de zarzas o en árboles con gran número de hojas, que imposibilitan la visión de los depredadores; los jilgueros, eran los pájaros más buscados para tenerlos en casa, por sus atractivos colores y sus melodiosos trinos. Quizá una de las personas más conocedoras de los tordos y jilgueros era Pepín, el hijo de Tea. Siempre me acuerdo de él, cuando le veías paseando por la cambera buscando nidos. Si querías un pájaro, tordo o jilguero, se lo decías a Pepín y problema resuelto.
En aquella época era frecuente tener en casa una jaula con un pájaro, bien jilguero o tordo. El jilguero lo teníamos en la ventana de la casa o en el balcón, por la noche poníamos la jaula dentro evitando cualquier problema, máxime en invierno. Con el jilguero había que comprar alpiste. Se convertía en uno más de la familia. El tordo no lo teníamos en la casa, normalmente estaba en la zona de debajo de la casa. Quizá uno de los tordos, más conocidos en el barrio, era el que tenía Tom en su casa. Le tenía en una jaula de mayor tamaño de la que utilizábamos para los jilgueros, hecha de madera. El tordo era más fácil de alimentar, pues tenía una mayor variedad de alimentos: las gusanas, pequeños caracoles, maíz, trozos de fruta, etc. El de Tom, llamaba la atención, por el intenso color negro de su plumaje, el amarillo de su pico y, por su canto, que se oía en muchas zonas del barrio, y que causaba la admiración a todos forasteros que entraban el barrio, y de pronto oían el silbido del tordo.
En este período de crianza, no se cazaban pájaros; los cepos, los tiragomas y las escopetas de perdigón, se mantenían en casa. Más adelante, iniciaríamos el período caza. Me acuerdo de las tardes pasadas debajo del cerezo de Agustín, donde ambos practicábamos la puntería, con cualquier pájaro que se posase en sus ramas.
Otro de los entretenimientos de esos momentos, era la captura de los grillos que cantaban en los prados de los alrededores del barrio. Era una de las actividades que hacíamos muchos días Agustín y yo, solos o acompañados por amigos y vecinos. Entrabamos en los praos y a seguir el sonido de los grillos buscando la cueva donde, una vez oído nuestro sonido, se refugiaba. Localizada la cueva del grillo, teníamos varios métodos para logar que salieran. Lo más frecuente, era meter una pajita de hierba por el agujero y comenzábamos a girarla tratando de conseguir que el grillo saliera de la cueva. También era habitual echar agua en la cueva del grillo, para que saliera de la cueva. Es cierto que era el medio más útil, pero no siempre había agua, pero lo suplíamos meando en la cueva. Cosas de niños. Pero el método más efectivo para cazar grillos, era sin lugar a dudas, el introducir hormigas por la boca de la cueva. Estas se adentraban por la cueva y los grillos no eran capaces de permanecer en la misma. En ocasiones, solíamos utilizar una navaja para sacar la tierra en la que estaba la cueva y rezar para el grillo estuviera allí. En ocasiones, no había suerte nos habíamos equivocado de cueva y nos encontramos que la que salía era una hembra de grillo.
Una vez con el grillo en la mano, íbamos a casa a meterlo en la jaula de grillos, que habíamos comprado a Julia “la hojalatera” en la zona de la plaza. Allí estaba el grillo en la ventana de nuestra casa. Lo alimentábamos a base de hojas de lechuga y en algunas ocasiones con migas de pan con unas gotitas de vino, intentando que cantara. Unas veces, lo conseguíamos otras se nos moría. Pero lo que sí es cierto, es que prácticamente, todos los chicos del barrio, teníamos un grillo en nuestra casa. Yo, muchas veces intenté, que se asentaran en el jardín de mi casa, pero no fui capaz de conseguirlo.
Otro de los insectos con los que solíamos jugar, era el escarabajo Sanjuanero. Este es un escarabajo inofensivo para las personas, por tanto, formaba parte de nuestros juegos. En la primavera, era habitual verlos por el suelo de la plaza o posados en los árboles que había en la misma. Los cogíamos con las manos y los metíamos en las cajas de cerillas. Cuando llegábamos a casa, atábamos a una de sus patas un hilo de coser y eso les permitía volar sin que se nos escapara.
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