En esta estación del año, nuestros juegos eran distintos, pues todo cambiaba. Las temperaturas bajaban, la nieve aparecía en el valle y lógicamente, también en nuestro
barrio. Era el momento de jugar en el barrio o en los prados que lo rodeaban. El juego básico consistía en tirarnos bolas de nieve los unos a los otros. Verdaderas batallas campales en el barrio, recogíamos nieve para hacer bolas y después tirárnoslas entre nosotros, sin que hubiera amigos o enemigos, bola formada, bolazo que se enviaba a quien más cerca se encontrara. Resultado, diversión y cansancio y cuando llegábamos a casa, bronca de nuestra madre por llevar la ropa empapada.
También, era frecuente que nos hiciéramos la competencia para ver quiénes éramos los que hacíamos el muñeco de nieve, más bonito del barrio. Así que realizamos un cuerpo en base a una bola, que poco a poco iba aumentando su volumen, a medida que la hacíamos rodar por la nieve. Así hacíamos dos o tres bolas de gran tamaño, que puestas las unas sobre las otras, daban lugar al cuerpo del muñeco. Obtenido el tronco, la cabeza era más fácil, girábamos la bola de nieve hasta obtener una más pequeña y redonda, que la situábamos encima del tronco y ya teníamos la estructura del muñeco.
El siguiente paso, era darle “vida” al muñeco. En la cara, le poníamos los ojos con dos piedras de carbón, la nariz con una zanahoria y la boca con varias piedras de carbón. A lo largo del tronco colocábamos varios trozos de carbón, que hacían las veces de botones. Para terminar la obra, una boina o un sombrero en la cabeza y una bufanda en el cuello. Habíamos terminado nuestro muñeco de nieve. Nos divertíamos y solo habíamos gastado una zanahoria y algunos trozos de carbón.
Estos muñecos de nieve, aparecían en muchas de las huertas del barrio, y que nos acompañarían durante unos días. Ahora, ya no es tan fácil, ver un muñeco de nieve en nuestro barrio o en nuestro pueblo. Lo cierto es que, tampoco hay nieve.
Pero en el invierno, también teníamos otros medios de divertirnos o al menos de
disfrutar del frío. En este período, era habitual, la llegada al pueblo de aves migratorias que se desplazaban huyendo del frío de Norte de Europa. Era el caso de las avefrías. Recuerdo haberlas visto, llegar al atardecer e ir a adentrarse en el campo del actual Ayuntamiento. Allí permanecieron varios días. Días de reposo, antes seguir su migración. Tardé muchos años en volver a ver esa emigración, de hecho, cuando era profesor en Viérnoles, uno de los días que me dirigía a clase, con mi coche por la autovía, al final de Barros, donde existe una finca, y en ella había una enorme bandada de avefrías que descansaban. También permanecieron varios días. Posteriormente desaparecieron. Nunca más he vuelto a ver a las avefrías.
Pero también, era el momento en que aprovechábamos para demostrar nuestra capacidad de cazar pájaros en tiempo de nieve. Agustín y yo, con el consejo de su tío Tinín, cazábamos pájaros en el prado de Angelín cubierto de nieve. Era muy sencillo. En una zona del prado, retirábamos la nieve, quedando un espacio verde, atractivo para que los pájaros picaran. En ese espacio, clavábamos un palo que, a su vez tenía atado un hilo de sedal con un anzuelo de pescar, como si fuera una pequeña caña. El anzuelo llevaba incorporada una gusana viva que se movía y atraía a los pájaros. Nosotros salíamos del “prao” y nos dirigíamos a la pared de Agustín, y desde allí controlábamos las distintas trampas. Cuando había suerte, corríamos para coger el pájaro que había caído en la trampa. Unas veces era un tordo, un gorrión, un petirrojo, una pisandera, o cualquiera de los pájaros migratorios del momento.
Aunque lo más frecuente en la caza de pájaros en aquellas épocas, era la utilización de
los conocidos “cepos”. Era el principal utensilio para cazar. Hechos de metal, con dos ballestas, que se abrían, un pincho en el que se ponía el pan y que con una varilla, se abría el cepo y se sujetaba el pincho donde estaba el pan. Se removía un poco la tierra, se ponía el cepo y se cubría con una fina capa de tierra, dejando sólo al descubierto el pan, o cualquier otro alimento atractivo para los pájaros. En ocasiones, el cepo lo atábamos con una cuerda a un palo que clavábamos en la tierra. Tratábamos de evitar que el pájaro caído en la trampa lo desplazara, aunque lo cierto es que una vez trabados los pájaros duraban poco con vida.
En nuestro pueblo hubo al menos un taller que fabricaba los cepos, que posteriormente se enviaban a Chiva, empresario que tenía su taller en las cercanías de la estación de Renfe. En taller al que nos referimos se llamaba Emvic, acrónimo de Emilio y Víctor, éste era mi tío. Allí estaban trabajando “Indio”, “El Rubio”, “Trubi” y otros más, verdaderos expertos en la fabricación de cepos. Mi hermano Chuchi, mi primo Víctor, Toño el hijo de Antonio, el Guardia Civil y yo, nos dedicábamos a la elaboración de felpudos. Con el tiempo la fabricación de cepos desapareció. Ahora, los podemos ver en anticuarios o museos etnográficos.
Otra forma de cazar pájaros, eran las trampas hechas por nosotros mismos. Una simple caja de madera o de cartón, un palo de tamaño pequeño, una larga cuerda y restos de migas de pan o maíz. Se colocaba la caja en el suelo, sobre uno de laterales más pequeños y sobre el otro lateral se ponía el palo atado a la cuerda. En el centro del espacio, que dejaba la caja se colocaba el alimento. Acto seguido, la larga cuerda la llevábamos a un lugar desde el cual pudiéramos ver los pájaros que entraban a comer, momento que nosotros aprovechábamos para dar un tirón a la cuerda, atraer el palo y que la caja cayera dejando a los pájaros en la trampa. Aquí había que tener cuidado, pues los pájaros estaban vivos y al tratar de cogerlos se podían escapar.
Tampoco podemos olvidarnos de otra “arma” de caza, que muchos de nosotros utilizábamos en la caza de pájaros y en ocasiones, para competir con tiros de piedra, contrabotes o botellas. Era el tiragomas, que fabricábamos nosotros. Una rama de arbusto en forma de Y, dos tiras de goma de rueda de bicicleta, que solíamos encontrar en el taller de Collantes en La Rasilla, y un trozo de cuero. Después a practicar y a ver si caía algún pájaro. Yo nunca conseguí matar uno y sólo me viene a la memoria José Manuel, el hijo de Nel y Pepita, cazando un gorrión que estaba entre las alubias de Tom.
En fin, dedicábamos una parte importante de nuestro tiempo a la captura de pájaros. Puede parecer un poco duro, que unos niños fueran tan agresivos con los animales. Creo que no lo éramos, simplemente aportábamos nuestros pequeños éxitos cazadores, a la variedad de la comida cotidiana. Podemos decir lo mismo de la pesca. El río Muriago, era una pequeña fuente de alimento para aquellos que atrevían a pescar a mano. Y los que iban a pescar al Besaya, tampoco lo hacían por diversión, era una fuente de ingresos en la economía familiar. El pescador, vendía sus truchas a los vecinos del barrio o del pueblo. Ahora, las cosas han cambiado, la caza es un deporte, cumple una función de selección y control de determinadas especies. Y, por otro lado, ahora la carne, la obtenemos a través de las granjas de todo tipo. Los pájaros ahora nos gustan, por sus colores, por sus trinos, por sus nidos y procuramos no molestarlos y disfrutar de ellos. No me arrepiento de haber cazado pájaros, me permitió distinguir las distintas especies, distinguir un macho de una hembra, el tipo de nidos que fabricaban y en los lugares donde solían construirlos, la diferencia de los huevos puestos por unos u otros pájaros. Rebuscábamos ente los zarzales, para ver si descubríamos los nidos de tordos, o en los eucaliptales de poca altura para ver los nidos de jilgueros. Éramos niños que disfrutábamos de la Naturaleza.
Pero el invierno, también nos traía otras fuentes de diversión a los jóvenes del barrio. Llegaban las vacaciones de Navidad y los Reyes Magos. ¿Qué más podíamos pedir los niños? Llegaban días sin estudios, días libres, también los dulces de Navidad, el turrón duro, el blando y el de yema, las peladillas y los piñones. Además, nos proporcionaba otros tipos de “juegos” con nuestros compañeros. La Navidad, implicaba poner el Nacimiento y el árbol. Así que, con gabardina y con katiuskas y la correspondiente bolsa, salíamos con los “colegas” en dirección a La Contrina, para recoger musgo que nos serviría para hacer los montes en nuestro Belén. Podíamos coger el musgo, en las paredes de las fincas que existían por el barrio, pero era la oportunidad de desplazarnos por las camberas hasta el monte. Allí seleccionábamos el musgo mejor conservado, de distintos verdes y poco a poco iba llenándose la bolsa. Pero también, había que encontrar el árbol de Navidad, aquel que iba estar en nuestra cocina, durante todas las navidades. En aquellos momentos, el árbol que buscábamos en el monte era el acebo. Un árbol habitual en los montes de la zona, muy apreciado con su forma cónica, con las hojas brillantes y con bordes con espinas y que en ocasiones presentaban bolas rojas. A veces cortábamos un acebo y luego encontrábamos otro mejor y también se cortaba. El abandonar un árbol no significaba nada, pero tengamos en cuenta que éramos muchas las personas que cortábamos árboles y esto provocó que, con el paso del tiempo, los acebos fuesen desapareciendo de la zona, convirtiéndose en una especie a proteger. Se dejaron de cortar, siendo sustituido por abetos o árboles artificiales.
Cumplido nuestro objetivo regresábamos a casa con nuestro musgo y acebo. Luego vendrían los días por la tarde en que, entre toda la familia montábamos el Belén y decorábamos el Árbol de Navidad. En mi familia, era habitual que el Belén lo pusiéramos en casa de mis abuelos Doroteo y Antonia. En un gran salón, todos los primos con nuestros tíos, bajo la dirección de nuestro abuelo procedíamos a montar un formidable Belén. En él aparecían las montañas, ríos e incluso zonas desérticas. Todos colaborábamos, todos aportábamos figuras: pastores, ovejas, lavanderas, pescadores, una cueva con la Sagrada Familia con la mula y el buey; tampoco faltaba el castillo de Herodes, con sus soldados romanos, que protegían las almenas y no podían faltar los tres Reyes Magos, que día a día, avanzaban en dirección al castillo y posteriormente a adorar al Niño nacido.
El Árbol de Navidad que poníamos en casa, iba decorado con sencillas guirnaldas de colores y con bolas de distinto tamaños y colores, con el tiempo se incorporaron las luces de colores.
También, creo recodar, que mis hermanas, traían del colegio figuras hechas en papel de colores, aunque predominaba el negro; eran figuras de estrellas, camellos, árboles de Navidad, que posteriormente se colgaban por el techo. La casa se convertía en un lugar
diferente al resto del año.
Los días de Navidad y Noche Vieja, nos reuníamos toda la familia a cantar delante del Belén villancicos. Allí cantábamos primos, padres, tíos y abuelos. Esos días éramos una familia mucho más unida que el resto del año. Todos colaborábamos y procurábamos no crear problemas. En aquellos días mi abuela, mis tías y mi madre estaban en la cocina preparando la cena y las rosquillas, galletas y, desde mi punto de vista, el extraordinario brazo de gitano elaborado por mi abuela Antonia, del que pasados los años todavía recuerdo su olor y sabor.
Esto que yo digo de mi familia, sucedía prácticamente en todas las familias del barrio. Desplazamiento a los pueblos a pasar las Navidades con los abuelos, en definitiva estrechar lazos familiares.
Pero las Navidades, tenían otras alegrías para los chicos del barrio. Todos éramos hijos
de trabajadores de la fábrica, como una buena parte de los niños de los pueblos limítrofes de nuestro municipio. Y esto significaba que, por estas fechas, la fábrica organizaba los Festivales de Navidad y Reyes. En un primer momento, estos festivales se realizaban en la zona de la fábrica, donde estaba la Oficina Central. Pero mis recuerdos, son de cuando se organizaban en el Salón de Aprendices. Allí íbamos llegando los niños desde los distintos valles de la zona, donde había obreros de Quijano. Unos venían en tren, otros en autobús, los demás de los distintos barrios del pueblo. En los primeros años íbamos, acompañados por nuestros padres, que mientras nosotros estábamos en el festival, ellos se iban con sus compañeros de fábrica a tomar unos vinos. Entrábamos por la puerta más cercana a la actual bolera, y desde allí a través del patio cubierto, en el que jugábamos al frontón y en el que dejábamos las bicicletas, nos desplazábamos hasta la portería y después de caminar por varios pasillos, llegábamos al
Salón de Aprendices. Desde la entrada hasta el Salón, íbamos en fila india controlados por los frailes y algunos de los obreros de la fábrica. Todos nos sentábamos en aquellas famosas sillas de metal construidas por los aprendices, y que nos iban a acompañar en nuestros años de estudio en la Salle. El ruido en el Salón era ensordecedor y así hasta que todos los niños entraban. En ese momento, el director de La Salle o algún enviado por la fábrica, solían dirigir unas palabras que todos aplaudíamos. Acto seguido, las luces se apagan y comenzaba la proyección de películas de Dibujos Animados, como Popeye el Marino, Tom y Jerry, el Pato Donald que nos hacían reír. En algunas ocasiones, podía había alguna actuación de payasos u otras actividades.
Después de este tiempo de alegría, provocada por los Dibujos Animados y otras actividades, llegaba el momento más deseado por todos los que allí estábamos. El sorteo de los distintos premios que se rifaban entre todos nosotros. Los premios eran distintas cestas de navidad.
Terminado el sorteo, los que no habíamos sido agraciados con los premios, cuando salíamos había varias personas de la fábrica repartiendo bolsas de productos de navidad:
polvorones, uvas pasas, peladillas, piñones, etc. Al llegar la final de la fila, a la salida del
colegio, nos esperaban nuestros padres.
Esto sucedía por la mañana, por la tarde, se producía el mismo acontecimiento, pero
solo con las niñas, hijas de los obreros de la fábrica.
Este mismo proceso se llevaba a cabo el día de Reyes, donde nuevamente unos y otros
asistíamos al Festival en el mismo lugar, los niños por la mañana y las niñas por la tarde, las mismas colas, la misma marabunta de risas, chillidos, empujones, pero con más ilusión, pues ahora los premios eran los juguetes, más atractivos para nosotros, por la mañana juguetes para niños, por la tarde juguetes para niñas. Entremedio, disfrutaríamos nuevamente de películas de Dibujos Animados. Como siempre, a la salida del salón, reparto de bolsa de juguetes para los no premiados.
Pero las Navidades, eran unas fiestas muy especiales, venían los Reyes Magos con todo
lo que suponía para nosotros. El día de la noche de Reyes, muchos de los niños del barrio
salíamos a la caseta del agua a ver pasar a la Cabalgata, que organizada por los vecinos de Somahoz, desfilaba por la carretera nacional hasta llegar a la iglesia de Los Corrales. Nosotros íbamos acompañados por nuestros padres. Pero había que regresar pronto, pues debíamos acostarnos antes que los Reyes Magos iniciaran el reparto de lo que les habíamos pedido. Cuando llegábamos a casa, veíamos por las calles a grupos de tres, cuatro o cinco chavales, vestidos como los Reyes Magos. En aquella época, era tradicional que los jóvenes se vistiesen de Reyes Magos, con sábanas que hacían de capas, con coronas reales hechas de manera artesanal en casa, y el Rey Negro, el preferido de los niños, con la cara pintada de negro con carbón, en ocasiones, les acompañaban algunos pajes. Recorrían los barrios del pueblo cantando villancicos por lo que les vecinos, les daban golosinas y dinero.
Recuerdo verlos desde el balcón de mi casa, acompañado de mis hermanos y mis padres, cantando en la casa de Ricardo y Toña y que posteriormente iban al resto de las casas.
Llegaban a nuestra casa, subían por las escaleras y al final llamaban a la puerta. Allí estaban los tres Reyes Magos, sabíamos que no eran ellos, pues vendrían por la noche, cuando todos estuviéramos en la cama, sino sus embajadores. Así que a recibirlos. Siempre, como si fuera un protocolo, nos preguntaban: “Cantamos o rezamos”. La respuesta siempre era la misma: “Cantar”. Y comenzaban a cantar un villancico. No sé, si lo hacían bien o mal, pero impresionaba, eran los embajadores de los Reyes Magos y como premio a su embajada les dábamos unos dulces y unas monedas, dos o tres pesetas, que luego repartirían entre todos los componentes del grupo.
Lo habitual era que todos les pidiéramos que cantasen, pero no siempre era así. Me cuenta Pilar, hija de Pepe “El Rubio” e Irene, que un año en el que había fallecido su padre, llegaron a cantar los Reyes, con la pregunta de “Cantamos o rezamos”. La buena de Irene, en recuerdo de su marido, respondió “Rezad”. Cuenta Pili, que los Reyes se quedaron sorprendidos, nunca esperaron esa petición, pero la resolvieron, Irene, les ayudó a rezar una oración, posiblemente el “Padre Nuestro”.
Esta era una tradición que, con el paso del tiempo, ha ido perdiendo vigencia. Me contaba Juanjo, el hijo de Clemente y de Esther, que ellos un año decidieron salir a cantar los Reyes por el pueblo. Eran Vicentín, hijo de Vicente y Rosa, Pepín, hijo de Pepe “El Cojo” y Tea, y Juanjo. El objetivo era cantar los Reyes y sacar unas pesetas, para disfrutar en las salidas juveniles de los fines de semana. Cuando salían del barrio en dirección a la Plaza, se encontraron con Octavio, el Guardia Municipal que vivía en Pendio, y les comenta que no pueden ir a cantar los Reyes pues está prohibido. Sorpresa, malas caras, pero hay que volver a casa sin poder cumplir con la tradición. Me cuenta Juanjo, por desagracia Vicentín y Pepín ya nos han abandonado, que no renunciaron a su deseo, se marcharon para casa, se quitaron la ropa de Reyes Magos, la metieron en una maleta, y buscaron a Román, taxista del barrio, para que los llevará a Mata. Allí, se vistieron de Reyes en casa de su tía, y se fueron a cantar villancicos por el pueblo y aledaños. Cumplido con la tradición y con unas pesetas y golosinas en el bolsillo, regresaron para el barrio caminando.
Esta tradición ya ha desparecido, ninguno de los niños han tenido la alegría de que los Reyes Magos se presenten en sus casas cantándoles villancicos y que ellos les den dulces y pesetas. Ahora los niños, los padres, se decantan por Papa Noel, por aquello de que los niños tienen más tiempo para disfrutar de los juguetes. Es posible, pero nosotros disfrutábamos de la visita de los Reyes Magos a nuestras casas, cantando villancicos. Pero bueno, las costumbres cambian.
En todo caso, lo cierto es que sabíamos que esa noche venían los “verdaderos” Reyes Magos. Había que cenar y prepararse para ir a la cama. Pero antes no debíamos olvidarnos de dejar un aperitivo para los Reyes y para los camellos. Así que dejábamos, al menos en mi casa, tres copas de ginebra, coñac u orujo para los Reyes y agua y un poco de maíz para los camellos.
Después a la cama a dormir, pues los Reyes no vendrían si estábamos despiertos. Al amanecer, salíamos disparados de la cama y allí, en la cocina, estaban los regalos. Todo bien envuelto. Comprobábamos, si los Reyes habían satisfecho nuestros deseos y nos habían traído lo que habíamos pedido. Olvidaba, como un mes antes de Reyes, habíamos escrito una carta a los Reyes Magos, hablándoles de nuestro buen comportamiento a lo largo del año y los regalos que deseábamos como premio a nuestro buen hacer. La carta la dejábamos en Correos, que en aquellos tiempos estaba situado en la antigua Casa Consistorial, donde actualmente está el teatro municipal. Esta había llegado a su destino, pues salvo algunos pequeños olvidos, compensados por otros juguetes, todo estaba allí. En aquellos momentos creo recordar, que la mayor parte de los juguetes se realizaban en madera y, en ocasiones se pintaban de colores. Salvo mi fuerte del Oeste americano, hecho por mi padre, los soldados, indios y caballos eran de plástico. O el fusil con su correspondiente bayoneta con culata de rojo. O incluso aquellas pistolas de juguete que disparaban tiros. Me acuerdo de unas maravillosas pistolas de “plata” que le trajeron los Reyes, al bueno de Marquitos. Eran unas pistolas con sus cartucheras, que eran una copia fidedigna de las que llevaba el famoso Llanero Solitario, al que el indio de nombre Toro, le acompañaba en las aventuras que veíamos en la tele y en los “chistes” de la época. Con la alegría propia de los niños, Marquitos salió disparando sus pistolas, pero tropezó, cayó y las pistolas salieron por los aires, produciéndose la rotura de las mismas. Lo Reyes ya no llegarían hasta el año siguiente, así que a Tom no le quedó más remedio que tratar de resolver el problema con pegamento. Todos teníamos percances con nuestros juguetes.
Pistolas que disparaban tiros, pues los Reyes nos las traían, con sus rollos de tiros que
tronaban por el barrio en las luchas entre “los sheriff y los bandidos”. En aquellos momentos, los buenos y los malos eran los delincuentes que veíamos en las películas o en las novelas. Entonces las referencias eran las películas del Oeste y había muchas novelas que también hablaban del Oeste, como por ejemplo las novelas de Manuel Lafuente Estefanía.
Un juego frecuente, en algunas casas era el Mecano, aquel juego en que venían piezas de metal, que nos permitían construir grúas, puentes, coches, etc. Como decimos, eran piezas de metal, pero construidas de tal forma que no existían riesgos de cortaduras ni de pinchazos. Era un juego, que permitía desarrollar las capacidades de leer planos de construcción, de contabilizar los agujeros en los que se tenían que sujetar los tornillos. Interesante y nos gustaba jugar con él.
Si eran chicas las cosas ya cambiaban, las típicas muñecas, las cocinitas, vestidos y cochecitos para las muñecas, cacharritos, etc. Eran juguetes muy ligados con el futuro de las mujeres: la casa, la maternidad, en fin cosas propias de las mujeres de la época.
Había otros juegos, en los que participaban todos los miembros de la familia. Quizás los más solicitados y alguna vez los Reyes nos los traían, los pidiésemos o no. Eran los Juegos Reunidos Geyper, aquella caja de cartón con una tapa en la que aparecía un niño jugando. Al levantar la tapa nos encontrábamos varios cartones doblados, que nos permitían jugar al parchís, a la oca, a la ruleta y otros más.
Pero la alegría dura poco. Apenas teníamos tiempo, para jugar con nuestros amigos del
barrio con los juguetes que habíamos recibidos; no olvidemos que dos días después de Reyes, se acababan las vacaciones e iniciábamos las clases. Volvíamos a centrarnos en las matemáticas, la escritura, el dibujo técnico y todo lo demás. Los juegos para las salidas y entradas en el colegio y para los recreos en el patio. Allí en el colegio jugábamos al frontón, al futbol, a correr y acoger el pañuelo. Allí, en la plaza nos situábamos 5 o 6 niños de cada bando, a una distancia determinada y en la mitad se situaba otro, y con el brazo extendido sosteniendo un pañuelo. Cada uno de los niños tenía un número. Cuando los dos equipos estaban colocados, el que estaba en el centro con el pañuelo, decía un número, y aquellos de los dos grupos que tenían dicho número, salían corriendo para ver si se quedaba con el pañuelo. Se trataba de llegar el primero, coger el pañuelo y regresar a su punto de partida, evitando ser cogido, con lo cual el otro era eliminado, en caso contrario el eliminado era él. Y así hasta que un grupo perdiera todos los individuos.
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