Si creéis que por ir a una conferencia cultural vais a encontraros con un público educado y curioso de la verdad, quizá os equivocáis. Hay una mala costumbre, frecuente también en el Congreso, que consiste en volverse a tu correligionario (normalmente sentado a tu vera) y proferir alguna interjección o risa cuando alguien, desde una butaca, va y dice, en turno de réplicas, "lo que no puede ser dicho"; cuando dice algo incorrecto, o trasnochado, para los estándares del grupo que ha organizado el evento. Grupo cuyos integrantes se sienten allí todos muy en la verdad, en gratificante aunque poco meritoria retroalimentación; cómodamente ajenos a que ellos pueden ser, dentro del amplio mundo, una mera burbuja, y sin gran futuro. Con tal proceder, el interviniente se queda sin el respeto que sus palabras, como cualquier otra, se merecen. Pues no es lo mismo que eso lo haga un solo asistente, que apenas disturba, que lo hagan legión y en alarde de inconsciencia, llevados por la ilusión de haber mantenido a raya al "enemigo". Los aplausos constantes al adepto vienen de lo mismo: reforzar el grupo, reforzarme yo en el grupo. Compruebo que se da en distintas ideologías. No gana nadie con ello, mientras no sintamos genuina satisfacción de ver al otro tomado en cuenta; que al fin y al cabo no hay mejor modo de rebatir (si rebatir se quiere, no meramente apisonar) que escuchar antes y penetrar en el corazón del adversario. Pero parece que la convivencia, la convivencia de hoy y aquí, con ésos que no van a desaparecer, a pocos interesa.
Adolfo Palacios González, en Cartas al Director, de El Diario Montañés.