El Tiempo en Corrales de Buelna,Los

03 febrero 2025

LA CASA IMPERTINENTE (Nazismo sesentero)

De camino al cine Buenos Aires (“El Churrero”), pasado el bar Tama, había en Corrales, en los años sesenta, una casa que estaba derruida y cubierta de maleza. Esa casa, con su finca, acabó desapareciendo, y en su lugar hay hoy día un supermercado, que ocupa el espacio de la casa y el del bar.
Recuerdo que un día, siendo yo niño, pasaba por delante de la casa con un amigo, y éste me dijo: “Esa casa, ¡me da una rabia…!”. Me identifiqué con el sentimiento de mi amigo: en ese momento me di cuenta de que a mí también me daba rabia. Y al mismo tiempo me di cuenta de lo absurdo que ello era: ¿por qué una casa, una casa deshabitada, habría de darme rabia, como si fuera una persona?
Después, a lo largo de los años, cuando he pasado por ese lugar me he solido acordar de la casa, de mi amigo, y de la rabia. Y he seguido preguntándome por qué la casa nos daba rabia. Además, no dejaba de parecerme misterioso que, un sentimiento tan carente de sentido, fuera además compartido por dos personas que casualmente se encontraban pasando por allí. ¿A alguien más de los habitantes de Corrales, le habría dado rabia aquella casa?
Ha sido muy recientemente, a mis sesenta y cuatro años, cuando me he dado cuenta del porqué de la rabia hacia aquella casa. Y de que no es tan absurdo que mi sensación fuera compartida.
Tanto mi familia como la de mi amigo eran familias que vivían las expectativas pujantes del nacionalcatolicismo de los años sesenta; éramos familias en progreso, con hijos cuyo futuro, mediante el estudio y el trabajo, se presentaba prometedor, sin duda mejor que el de sus padres y abuelos. Se había superado la penuria de la posguerra, disfrutábamos los “veinticinco años de paz” y estábamos todos, se suponía, en un esfuerzo colectivo de mostrar al mundo de lo que España era capaz, al mismo tiempo que cada uno recibiría un porvenir “glorioso” si se mostraba colaborador. En ese contexto, de influencia falangista, cualquier signo de debilidad, pobreza o impotencia era automáticamente procesado como una piedra en el zapato, una imperdonable rémora hacia la construcción nacional, familiar y personal. No había que tener piedad para con los que mostraban dejadez o miseria, todos teníamos nuestra oportunidad y el que no tiraba para adelante no merecía clemencia, sino más bien exterminio.
He tardado muchos años en darme cuenta de que ese era el ambiente sentimental en que me crie. Tras la posguerra, el régimen de Franco mostró y difundió ciertas simpatías hacia la cultura nazi, y algunos sectores con poder e influencia entre la juventud hacían el saludo que a Hitler hemos visto en las fotos. Aún no se sabía de los campos de concentración –aún en Alemania había muchos que no lo sabían tampoco-. La moral era de “Tira para adelante y no mires atrás; el que renquee, que espabile”.
Frans de Waal, investigador del comportamiento animal, narra en su libro “Bien natural” un episodio ocurrido entre los primates de un zoológico. Había un recinto donde vivían los primates, y a uno de ellos le atacó un virus que le dejó paralizadas las piernas; el animal se desplazaba arrastrándose, trabajosamente, con los brazos. En ese grupo de primates había un macho alfa que no se andaba con contemplaciones; la presencia de un congénere que andaba de repente haciendo el tonto le incomodaba visiblemente, “¿Pero qué le pasa a éste ahora?, ¿de qué va?”. Un día, el líder del grupo, harto, cogió un palo largo y se dirigió al tullido, dispuesto a acabar con aquellas tonterías. Si no llega a ser por la intervención de los vigilantes del zoo, le habría matado.
Cuando mi padre cayó enfermo, a consecuencia de varios ictus cerebrales repetidos, tuve ocasión de comprobar lo poco entrenado que estaba yo para la compasión y la actuación en favor de los débiles; todo me parecía un obstáculo imperdonable, hacia el camino ascendente que sin duda “tenía que ser la vida”. Igualmente, en mi trabajo de maestro, pude comprobar cómo mi disposición a ayudar a los alumnos con dificultades estaba muy en mantillas, y en cambio mi disposición a apartarlos del camino –y apoyar a “los que valen”- era fuerte. Mis padres, mis alumnos, sufrieron en unos primeros momentos los sentimientos y sensaciones que mi infancia, el ambiente de mi formación, me habían grabado a fuego.
Por eso la casa estorbaba. Porque era la casa más derruida, más abandonada, de Corrales. ¿Cómo tenía la insolencia de aparecer así, en un contexto de pujanza y futura gloria? No tenía vergüenza. No tenía perdón.

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