Manuel Alcántara, desde el Diario Montañés, afina su puntería y nuevamente nos proporciona una visión cruda, real y acertada de acontecimientos de la vida diaria que nos afectan a todos. Su acertado artículo dice así:
El Gobierno de Irak impuso el toque de queda ante la primera sentencia a Sadam, pero cuando lo cuelguen tendrá que imponer otras cosas. Condenar a la horca al sanguinario sátrapa no deja de ser la mejor manera para evitarle cualquier tipo de dudas a la hora de elegir turbante, pero no es la adecuada para impedir que siga corriendo a todo correr la sangre. No se trata de apiadarse por el profuso asesino, especializado en pasaportar chiíes, sino de no provocar con su muerte otras muchas. Del árbol de este a horcado crecerán sin duda ramas siniestras. Es falsa la creencia de que un dictador somete, él sólo, a un pueblo: Siempre tiene partidarios, bien por convicción, bien por conveniencia. Sólo con la crueldad les sería imposible ejercer la tiranía por mucho tiempo.
«¡Alá es grande!», gritó Sadam Hussein cuando el tribunal dictó la sentencia, pero hay que gritar también que el error de la guerra de Irak no ha sido pequeño. Fue mentira el argumento central que justificó la invasión por las armas de destrucción masiva. Los inspectores miraron hasta debajo de las piedras devotas de las mezquitas y no encontraron arsenales, ni polvorines: sólo la muerte curva y artesana de los alfanjes. En Irak no había armas, pero hay petróleo.
Bastantes más de medio millón de muertos ha costado hasta ahora la ocupación de ese atormentado país y ahora se le va a agregar uno más. Quizá esa sentencia, que deberá cumplirse antes de un mes, no le venga del todo mal al presidente Bush, que no está precisamente en el momento más esplendoroso de su mandato. Un centenar de personas se sigue dejando allí la vida diariamente y asesinar al asesino no mejorará nada. Si Alá fuese todavía más grande, permitiría que se juzgara por genocidio a otras gentes también.
«¡Alá es grande!», gritó Sadam Hussein cuando el tribunal dictó la sentencia, pero hay que gritar también que el error de la guerra de Irak no ha sido pequeño. Fue mentira el argumento central que justificó la invasión por las armas de destrucción masiva. Los inspectores miraron hasta debajo de las piedras devotas de las mezquitas y no encontraron arsenales, ni polvorines: sólo la muerte curva y artesana de los alfanjes. En Irak no había armas, pero hay petróleo.
Bastantes más de medio millón de muertos ha costado hasta ahora la ocupación de ese atormentado país y ahora se le va a agregar uno más. Quizá esa sentencia, que deberá cumplirse antes de un mes, no le venga del todo mal al presidente Bush, que no está precisamente en el momento más esplendoroso de su mandato. Un centenar de personas se sigue dejando allí la vida diariamente y asesinar al asesino no mejorará nada. Si Alá fuese todavía más grande, permitiría que se juzgara por genocidio a otras gentes también.
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