Ya en los años 60, un famoso educador americano advertía que por aquel entonces habían llegado a ser, decía, "los niños para las escuelas, en vez de ser las escuelas para los niños". Hoy los niños escasean y, quizá por competir por ellos, o ya por mera costumbre, vemos que no sólo en colegios sino en distintos ámbitos educativos (deportivos, artísticos) parece que no se pueden formar destrezas y cultivar actitudes, en silencio, sin supeditarlo a una muestra pública de logros a fin de curso o temporada, o sea, sin verse urgidos por un repertorio concreto y acabado, digamos en formato adulto: "tú también puedes, como los profesionales". El aprendizaje verdadero no tiene por qué llevarse bien con ese modus operandi; el tempo y el espíritu del estudio, su estructura, su estrategia, no son, en principio, las de la actuación. Aunque a veces sea compatible, e incluso recomendable, una cosa es aprender y otra exhibir, competir, ejecutar; pues hay, a veces, que demorarse en elementos fragmentarios y repeticiones, ir conociéndose a sí mismo en danza con la disciplina; abandonar temas fallidos, personalizar el programa, reconocer que el tiempo estimado no bastaba... e incluso hay quien prefiere evolucionar tan solo para sí mismo, o para su entorno íntimo (era el criterio de Mozart), sin que deba ser todo para un patio de butacas, o para un graderío anónimo, masificado. Y ocurre, también, que la enseñanza es transformación social, no mera conformidad; quien se apresta a satisfacer el gusto predeterminado del público, al estilo de como lo hace por lo general la publicidad, no aporta cambio, no produce "revolución"; no promueve otros valores, a veces tan necesarios, como es el de dejarse llevar por el amor a la cosa en sí, el de centrar la atención en el tema, en la materia en juego, y no en "mira lo que hace mi niño". Pues de niños, y de niños grandes que no saben ver más que sus asuntillos humanos demasiado humanos, ya tenemos de sobra.
Adolfo Palacios en Cartas al Director, de El Diario Montañés
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