Ya antes de esta pandemia nunca pude entender a los que se empecinan en recibir la comunión en la boca, en vez de en la mano. Este trasnochado misticismo, carente de la más elemental falta de higiene, utiliza al sacerdote como involuntario cómplice para ir de boca en boca extendiendo microbios, virus y bacterias, sobre todo en estos tiempos en que se nos aconseja, desde todos los ámbitos, evitar cualquier tipo de situación que pueda poner en peligro nuestra salud. Tampoco entiendo a la Iglesia que, pensando en sus feligreses, la mayoría de ellos en edad de alto riesgo, ha perdido una oportunidad de oro para, en vez de contemporizar mandándolos que se pongan los últimos de la fila para comulgar, terminar con esta obsoleta, a la vez que poco higiénica práctica, que no beneficia a nadie.
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