Es frecuente fijarse en algún caso de dependencia severa para impulsar la idea de que la vida digna pasa por decidir cuándo morir. Quienes trabajamos en salud sabemos que los dramáticos casos de dependencia no son aislados, y posiblemente todos nos hayamos preguntado en algún momento de debilidad que si es humano que determinados pacientes sigan viviendo. Personalmente, la respuesta me la han dado los cuidadores, que día tras día, años tras año, cuidan a su familiar frágil y dependiente, y el testimonio de cientos de enfermos que han visto avanzar su enfermedad al extremo de anular lo que hasta entonces consideraban ser persona, con momentos malos, de desesperación y momentos buenos de aceptación y agradecimiento por estar un día más. La vida se empina. Tenemos miedo a sufrir, tenemos miedo a que nos cuiden, pero entre quienes padecen, los que solicitan la muerte inducida son muy pocos. Es nuestra naturaleza. El suicidio asistido no es una alternativa. Aceptarlo socialmente, legislar sobre la obligación de matar a quien sufre y lo solicita, el mero hecho de plantearlo, añade sufrimiento al sufrimiento, cuestionando nuestro derecho a ser atendidos incondicionalmente, pase lo que pase. El tener a nuestras familias dedicadas a nuestro cuidado es un hecho natural, el que la sociedad nos asista en un derecho alcanzado tras años de lucha. Con el ‘derecho’ al suicidio asistido, el seguir viviendo es una elección, cargando a quien padece con la responsabilidad del perjuicio ocasionado a la familia o la sociedad, poniéndonos en la cruel tesitura de decidir qué día morir.
Juan Ignacio Redondo en Cartas al Director, de El Diario Montañés.
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