Era el lugar donde las madres cocinaban: desayuno, comida y cena, e incluso era el lugar donde se calentaban aquellas planchas de hierro, que nuestras madres utilizaban para planchar la ropa, sin tener utilizar las planchas eléctricas que suponía un mayor gasto.
La cocina estaba adosada al cuarto de baño. En aquella época, la cocina era denominada como “económica”, pues no era como las que actualmente existen en nuestras casas: las vitrocerámicas que funcionan mediante electricidad. Pero en aquellos años, funcionaba con de carbón y madera. La cocina estaba integra por una placa de hierro, donde había dos fuegos, con tres arandelas que podían quitarse dependiendo de las necesidades de calor.
Por la parte delantera de la cocina, se introducía la leña y el carbón que servía para calentar el agua y el aceite necesario para cocinar. Debajo de esta zona, nos encontrábamos el lugar por donde caían las cenizas. Estos restos había que sacarlos con la paleta y se echaban en el caldero de cinc, que posteriormente se esparcirían por la huerta. Más a la derecha se encontraba el horno, espacio vacío, que se cerraba con una puerta y que solía tener dos apartados, que se utilizaba para los asados y dulces.
En la cocina, se utilizaban la mayor parte de los útiles que encontramos en nuestras casas, pero con diferencias en el material utilizado, así como en los productos de consumo. En las primeras horas de la mañana, se encendía la cocina para calentar la leche que era el elemento fundamental del desayuno. Leche que no era como la de ahora, ni tampoco se compraba en los supermercados. La leche entonces se, compraba a los ganaderos que las vendían directamente. Esa leche era natural y antes de tomarla, había que cocerla para eliminar las posibles bacterias. Era una leche, que producía una enorme cantidad de nata, que utilizaban nuestras madres para elaborar postres, mantequilla y en ocasiones, no era mi caso pues nunca he sido capaz de comer la nata, se ponía en el bocadillo. La leche no venía en cajas, ni tenía nombre de empresas, ni se vendía como leche entera, semidesnatada o desnatada o cualquiera de las variedades que vemos actualmente. Era leche de vaca que comprábamos directamente a los vecinos del pueblo que tenían vacas y las vendían. Los ganaderos del pueblo, ordeñaban a las vacas dos veces al día, una por la mañana y otra por la tarde. Cuando llegaba la hora, se iba a comprar la leche con la inevitable “cacharra de leche”, con su tapa de cierre y el agarre, lo que nos permitía transportarla fácilmente. Cuando llegábamos a la cuadra, esperábamos a que fuesen atendidos todos los compradores. No aparecía marca de la leche; no había marca de leche, pero sabíamos que era la leche del “Pasiego”, la de Matilde, la nuera de Cobo, o el nombre de cualquier vecino que tuviera ganado.
Esa leche, ya caliente y con el azúcar, se acompañaba con el pan que había sobrado de días anteriores, que era nuestro desayuno habitual, “las sopas de leche”. Es cierto, que en ocasiones se acompañaba de chocolate que se fundía en la leche, pero poco a poco se fue incorporando el Cola-Cao. Para los mayores la leche solía acompañarse con café, que en aquella época, venía en granos, que había que molerlo con el “molinillo de café”, presente en todas las casas, haciendo girar los granos a través de un engranaje. El café molido se depositaba en un cajetín de madera, que conservábamos en un bote de cristal o una lata. Pero el café era caro, por tanto no todos tenían posibilidad de acceso a él. La denominación de “millonarios” no correspondía a la realidad. Al igual que el resto de los habitantes del municipio, tenían dificultades para acceder al café. La solución fue la utilización de la achicoria. Era más barata, tenía el mismo color y te acostumbrabas al sabor.
Las comidas eran básicamente de productos que obteníamos del cultivo de la huerta, patatas, cebollas, ajos, los tomates, guisantes, berzas, etc. Es evidente que teníamos que ir a comprar productos que no obteníamos de la huerta, pero ésta era importante en el consumo diario. Además, no podemos olvidarnos de las dos tiendas que había en nuestro barrio y que nos surtían de lo más necesario. Para las compras más importantes, como trabajadores de la fábrica, fundamentalmente las mujeres, iban a la Cooperativa de la fábrica donde se compraba todo lo que se necesitaba y a precio más barato. Allí se compraba el aceite, las latas, el pescado y la carne y otros productos diferentes de la comida como ropa, calzado, etc. Y por supuesto se hacía el pedido de carbón, básico para el funcionamiento de la cocina.
Este era el momento, en que los hermanos comíamos todos juntos, pues habíamos salido del colegio y la comida nos esperaba. Posteriormente, ayudábamos a recoger los “cacharros”, a realizar las copias de las faltas de ortografía, nada de lápiz ni “boli”, con pluma, y caligrafía, diez copias por cada falta. Cumplidas las obligaciones, rápidamente a jugar en la calle, a las canicas, a la peonza o al balón. En las demás casas debía de pasar lo mismo, pues nos encontrábamos todos jugando antes de volver al colegio.
Por la tarde, si no ibas a la lección particular, hacíamos los deberes en casa, estudiar un rato y si quedaba tiempo, nuevo partido o a jugar al escondite o hacer alguna “trastada” en el barrio, siempre acompañados.
Después a casa, a cenar y muchos días eran los huevos con patatas, la tortilla de patatas y algo de fruta. Si era invierno nos poníamos cerca de la cocina económica para calentarnos, o en mejor de los casos subido en el fogón, sentados en una banqueta de madera, teniendo cuidado de no caernos en la plancha. ¿Irresponsabilidad? Ya habíamos cenado, la cocina se estaba apagando y… ¡hacía frío!
Allí, en el fogón, estaba el termo de agua que el fuego de la cocina calentaba y que servía para que el agua estuviera caliente tanto en el lavadero, en el fregadero y también en la ducha y en el lavabo del baño. El problema era que tenía poca capacidad y había que tener la cocina encendida para lavar los platos, la ropa y ducharnos.
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