Pero en la huerta, no sólo estaban los cultivos que se realizaban todos años. También había en casi todas las fincas árboles, preferentemente árboles frutales, pero también los había de carácter decorativo. De estos últimos, había pocos, pero algunos eran singulares. Quizá el que más llamaba la atención era la palmera que estaba en la huerta de José Luis y Guadalupe. Una enorme palmera que estuvo presente en nuestra infancia, que nos llamaba la atención y no sabíamos porque estaba allí. Pero lo cierto es que, se fue haciendo habitual en nuestra vida cotidiana. Y cuando por envejecimiento, por falta de atención o por lo que fuera, la palmera desapareció de nuestro barrio, cuando pasamos por la calle echamos en falta aquella palmera que estuvo en dicha huerta, durante una gran parte de nuestra vida. Es cierto que hoy día tenemos nuevas palmeras en la casa en la que vivió Vélez y familia, en la casa de Nel y Pepita “La barbera”. Pero la que más llamaba la atención era la de José Luis y Guadalupe.
Otro árbol que llamaba la atención, era el Sauce llorón que nos encontrábamos camino del barrio, en casa de Minuco y Fifi. Era un árbol frondoso, con ramas que llegaban al suelo y que hacia las delicias de todos los que nos dirigíamos al barrio y más si tenías la posibilidad de esconderte bajo sus ramas. Con el tiempo se hizo necesaria su tala pues impedía la visión de la casa. También en su jardín, había otros árboles decorativos como el magnolio, el pino, el acebo y alguno más. En el actual jardín de la casa de Agustín, nieto de Celedonio e hijo de Agustín y Luci, hay un maravilloso alcornoque, poco habitual en esta tierra y de los cuales no debe haber muchos en el valle. También con el paso del tiempo hemos visto han ido apareciendo los acebos, que se decoraban en las fiestas de Navidad. Tampoco podemos olvidarnos del árbol de laurel, que había en algunas de las huertas y cuyas hojas se utilizaban en los guisos de la cocina. Era normal, que los vecinos que no tenían plantado dicho árbol pidieran unas hojas o pequeñas ramas para secarlas e ir utilizándolas cuando fuese necesario en los guisos. En mi casa, había un enorme árbol de laurel, que en determinado momento, se decidió cortar por el riesgo de fractura en épocas de temporal o de viento. Al día de hoy el tronco sigue dando todavía pequeños brotes.
Pero lo que más había en las huertas del barrio eran árboles frutales. Todos los vecinos tenían plantados en las fincas distintos árboles frutales de las que obtenían frutos a lo largo de gran parte del año. Uno de los árboles frutales más singulares era el membrillero, en la casa nº 70 de la familia Sañudo, situado al subir por las escalerillas. Creo que era el único árbol frutal de estas características. Era habitual, que la señora Obdulia diese unos membrillos a los vecinos que pasábamos por la casa. Prefería darlos a que los críos se los robasen para jugar o simplemente por molestar. El membrillo no es nada apetitoso crudo. Hay que cocinarlo, transformándolo en el delicioso dulce membrillo que, acompañado del queso de nata, que muchas tardes comíamos en bocadillos, tras una parada en los juegos con los amigos del barrio. Creo recordar, que el queso de nata, solía venderlo por el barrio una señora de San Felices.
Más habitual eran las higueras en las huertas. Gran parte de los vecinos tenían en su huerta una higuera, que daba gran cantidad de frutos. En mi casa, durante mucho tiempo en el gallinero hubo una higuera, no era un buen sitio, dado que las gallinas comían los higos cuando se caían. Con el tiempo, cuando el gallinero desapareció, la higuera se trasladó a la zona donde tradicionalmente plantábamos las patatas. Obteníamos una enorme cantidad de higos de gran tamaño. Un año la higuera comenzó a dar síntomas de enfermedad y al final hubo que cortarla. Miguel nuestro vecino, también tenía una higuera en el gallinero. Nel la tenía en la huerta, y allí sigue. En casa Minuco también había una higuera. También Tinín y Curra tenían una higuera, de la que pude probar sus higos en muchas ocasiones.
Otros de los árboles frutales que encontrábamos en las huertas del barrio, eran los manzanos, los perales y los ciruelos. Frutales que permitían que los vecinos tuviéramos frutas a lo largo del año. En mi casa, tuvimos dos manzanos, y dos ciruelos de especies diferentes. Uno de ellos daba unas exquisitas ciruelas amarillas de gran tamaño; el otro era un árbol alto, que daba unas ciruelas pequeñas verdes al principio y rojas, casi moradas, cuando estaban maduras. Una de las fincas, como la Celedonio y Emilia, los abuelos de Agustín, tenía una gran variedad de árboles frutales. Me acuerdo de aquellos manzanos enanos, situados al lado de la cuneta que atravesaba la finca de Sur a Norte, por el lado del Oeste, donde ahora están las cuatro casas individuales que antes no existían. Estos manzanos de pequeño tamaño, daban unas manzanas apetitosas, de fácil recogida, pues no había que subirse al árbol.
También en el barrio nos encontramos con los piescales, árboles que tenían buena acogida pues había muchos plantados en las huertas. Había dos variedades, unos los piescales lisos y otros los de pelo. En mi casa teníamos el piescal de pelo, grande y de sabor exquisito.
Otros dos árboles frutales que teníamos en el barrio eran, el avellano y el cerezo. Todavía existen avellanos en el barrio, que producen gran cantidad de avellanas. No son los avellanos que habitualmente existen en los montes. Son avellanas de mayor tamaño y con mucha mayor cantidad. Era habitual situarnos debajo del avellano de Agustín y aprovechar a llenarnos los bolsillos de avellanas, e incluso los transeúntes que pasaban por la calle atropaban alguna avellana que se había caído. Miguel también tenía un extraordinario avellano que en ocasiones me permitía cogerlas, entrando en la huerta. Mis padres también plantaron un pequeño avellano, que hoy se ha convertido en un árbol frondoso, que en otoño nos permite recoger unas deliciosas avellanas. En todo caso, el avellano fue y sigue siendo un árbol frutal frecuente en el barrio.
Los cerezos, no es que hubiera muchas plantados en el barrio. Pero sobresalía entre todos, el que había en la huerta de Celedonio. Era un árbol enorme, pegado a la pared de Minuco. Daba una enorme cantidad de cerezas, con la dificultad de que había que subir al árbol para cogerlas. Es curioso que para nosotros este cerezo tuviera otro valor añadido. Las cerezas eran atractivas no sólo para nosotros sino también para los pájaros, sobre todo tordos y malvises. Esto nos posibilitaba a Agustín y a mí, practicar el tiro con la escopeta de perdigones. Se podría pensar que estábamos destruyendo la fauna, pero en aquellos momentos nunca se nos pasó por la cabeza, simplemente disfrutábamos y al mismo tiempo los pájaros se comían en casa. Pasará tiempo para tener otras inquietudes, como puede ser el daño ecológico.
Era frecuente, ver sembradas en las huertas las fresas y en menor cuantía las grosellas. Creo recordar que en la casa de Bruno, había una planta de grosellas, y cuando iba a buscar a José Antonio, con el que estudiaba en Aprendices, pasaba por su casa y comía unas grosellas.
Posiblemente fueron las primeras grosellas que comí. Es posible, que hubiera más en otras huertas del barrio, pero éstas son las únicas que recuerdo.
Todos los árboles no sólo nos nutrían de fruta, sino que hacían que nuestro barrio fuese visitado con frecuencia por una gran variedad de pájaros cantores a lo largo del año. Nos encontrábamos con los tordos, los malvises, el jilguero, el gorrión, la pisandera y otra gran variedad pájaros que llegaban y emigraban en las distintas épocas estacionales. Había gran cantidad de nidos entre las ramas de los árboles y que nosotros tratábamos de encontrar, para después meterlos en jaulas que nos alegraran con sus cantos a lo largo del tiempo. En muchas casas había una jaula con su jilguero, tordo o malvís. Entre nosotros, los chicos era fácil recordar aquel dicho que decía: “En marzo nidarzo, abril hueveril, en mayo pagarayo y en junio agárralos de la cola que se van”.
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